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 La Posada de los Brujos. Capítulo 8.

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Jaime Olate
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MensajeTema: La Posada de los Brujos. Capítulo 8.   La Posada de los Brujos. Capítulo 8. Icon_minitimeDom Feb 05, 2012 9:39 am

Capítulo 8

Una Señorial Mansión.
El taxi que los llevó a lo más exclusivo del barrio alto debió hacer funcionar el aire acondicionado, pues la cita fue concertada a las 3.00 de la tarde y ya a esa hora la temperatura seguía subiendo; Sergio iba pegado a la ventanilla, admirando las enormes propiedades con grandes y hermosas casas con árboles ornamentales, bellas flores y un césped maravilloso que parecían postales que iban desfilando una tras otra ante sus ojos.
— ¡Chis! Gran Sensei, esta gente sí que sabe vivir. ¿No te gustaría tener una de estas “chocitas”? ¡Hey, mira la tremenda “mina” con traje de sirvienta…!
— ¡Por favor, Checho!, no seas vulgar, presiento que tus hormonas se están revolucionando.
— Mire, mire, compadre —molesto el muchacho no pudo contener su enojo—, yo tengo las hormonas revolucionadas, pero usted parece no tener sangre…
Había callado bruscamente, porque recordó algo importante.
— Perdona, Luquitas…, olvidé que habías terminado con Nora, tu novia.
— No te preocupes… eso ya pasó hace más de un año y las muchachas con las que salgo…
—Sí, sí, ya sé, son para entretenerte y ayudarte a olvidar a Nora.
— Checho, ya me aburres, dejemos el tema mira que ya vamos llegando al domicilio de las señoritas Carusso.
El coche se detuvo frente a una espléndida verja larguísima, que protegía el frente de una bella mansión de ensueño, color blanco invierno, que se encontraba como a cincuenta metros del portón de fierro forjado, a cuyo lado estaba el número de la propiedad con grandes dígitos en brillante bronce; al alcance de una persona destacaba un intercomunicador con su correspondiente botón para llamar.
Los ojos de Sergio se abrieron más aún y soltó un silbido de admiración.
— ¡Ayayay! ¡Parece que llegamos a la vivienda de un príncipe. ¡Mira, compadre, en el prado andan pavos reales… sólo falta ver pastando a un unicornio alado!
— Quieres decir un Pegaso, Checho, o caballo alado.
— Sí, sí, no me lo repitas, estaba bromeando… no he olvidado tanta cosa extraña que me enseñas.
Lucas y su locuaz compañero bajaron del taxi y, mientras pulsaba el timbre del citófono, ambos examinaban la fastuosa morada. La reja metálica, muy bien hecha, era tan alta y con su terminación superior con agudas puntas, parecía una inexpugnable empalizada de la antigüedad. El camino empedrado con muy buen gusto, antes de llegar a la enorme casa se bifurcaba en una hermosa y gran pileta en cuyo centro había un grupo de querubines tocando trompetas, desde donde salían chorros de cristalinas aguas.
Entretanto el intercomunicador no respondía, pero sorpresivamente los enormes portones se abrieron silenciosamente. De los Ríos miró un pino araucaria cercano a los portones y descubrió muy disimulada una cámara que los observaba; seguramente la entrada fue abierta por control remoto.
El chofer, acostumbrado a su oficio, entró decididamente por el camino pavimentado con las piedras de diferentes colores y rodeó la pileta hasta dejar a sus pasajeros en el frontis de la casona con una gran puerta de dos manos, cuya madera estaba repujada con motivos religiosos. Detrás del palacete, mientras el automóvil rodeaba la pileta, alcanzaron a percibir otras viviendas menores, también muy hermosas. “Las casas de la servidumbre”, pensó el artista. Seguramente había otras residencias en la enorme extensión de terreno, cerca del bosque de árboles nativos muy al fondo. Detrás se veían las majestuosas montañas de la Cordillera de los Andes; una polvareda a unos cuatrocientos metros o más, indicaba que un vehículo iba por el camino de tierra que era el límite posterior. A ambos lados de la propiedad, otras bellas mansiones distantes unos cien metros una de otra, estaban separadas por grandes cercos tipo bulldog mucho más alto que lo habitual.
Aparentemente los servidores y habitantes de las casas, más allá de una hermosa y gran piscina, tenían autorización para plantar hortalizas. Pequeñas casas o caniles hicieron ver al investigador que había uno o más perros, oportunos en esos lugares muy tentadores para los delincuentes; de seguro había sistemas de alarma con la última tecnología: cámaras de televisión, rayos infrarrojos, etc.
Pagó el viaje del taxi, que se alejó a la gran verja, cuyo portón se cerró una vez que salió; ambos caminaron en dirección a las tres gradas de mármol que daban acceso al pequeño palacio, sin que los pavos reales se asustaran por su presencia. La caminata les permitió examinar los detalles de la morada, un edificio de tres pisos, con una mezcla de estilos que resultaban agradables a la vista con elementos tales como puertas grandes con evidentes muestras de arte morisco; las cuatro columnas dóricas, sencillas, pero imponentes, sostenían hasta el segundo piso en el frontis y su arcada daba sombra a grandes ventanales y un par de escaños de elegante disposición. El tercer piso mostraba un balcón casi a todo el ancho del edificio, con pequeñas columnas también dóricas. Le llamó la atención la cara afición por las estatuas de mármol de Carrara, pues cada una debía costar un dineral; dispersas por el prado perfectamente cortado y cuidado con esmero se apreciaba la desnudez magnífica de la Venus de Milo. Más allá el David y algo más lejos la hermosa figura de César Augusto. Por lo menos era lo que alcanzaban a percibir desde donde se encontraban.
Se escucharon poderosos gruñidos de dos perros dóberman que se acercaban con cautela, pero amenazantes. De pronto ambos peligrosos animales se detuvieron y se sentaron sin que se escuchara orden alguna y quedaron observando con curiosidad a los dos amigos; deponiendo su anterior actitud voltearon sus cabezas hacia una de las esquinas de la casona.
Allí erguido, con ese orgullo de mapuche que tan bien conocían los jóvenes, estaba el gigante araucano que apodaron “Caupolicán” por su hercúleo físico, el gran héroe que luchó contra los primeros españoles que invadieron el territorio americano. En su boca tenía un silbato ultrasónico con el que daba las órdenes a los inteligentes canes.
Se tranquilizaron cuando ambos animales se sentaron a los lados del hombre que los miraba en silencio. Supieron que eran bienvenidos, aunque el impertérrito indígena no emitió palabra alguna y se limitó a darles la espalda con sus perros desapareció detrás del edificio.
—Compadre —la voz de Checho estaba un poco estrangulada por la emoción o el miedo—, tengo julepe… no sé si llegamos al palacio de un príncipe o… al castillo de Drácula y tú tan tranquilo…
Fue interrumpido cuando una de las hojas de la puerta , con cerraduras y quincallería doradas, se abrió silenciosamente. Apareció una guapa y joven sirvienta con su delantal y su cofia muy blancos, una falda azul oscuro muy corta que mostraba la belleza de sus hermosas y bien torneadas piernas. Su pelo color rojizo estaba tomado en la nuca en un coqueto moño que dejaba ver su fina frente y hermosos ojos azules.
— ¿Señor Lucas De los Ríos? —preguntó o afirmó, con una bella sonrisa. — Las señoritas Carusso los esperan. Mi nombre es Nalda, hagan el favor de seguirme.
Acto seguido volteó y comenzó a caminar deliciosamente cimbreando sus bien proporcionadas caderas, sin que su vestimenta pudiera ocultar su hermoso trasero y sus bien desarrollados pechos. Abrió una de las dos manos de la gran puerta de ingreso, labradas con ángeles y querubines. Decididamente los dueños eran católicos.
El diablillo dio un pequeño codazo al pintor y después sus manos se movieron dibujando las curvas de la mucama. Lucas aparentaba indiferencia, pero ante el entusiasmo del muchacho le lanzó una mirada dura, frunciendo el ceño, obligándolo a reprimir sus ímpetus juveniles.
La puerta se cerró sola detrás de ellos. Habían entrado a una pequeña antesala con grandes puertas y gruesos vidrios tallados que la bella joven abrió para franquear la entrada a un salón grande, de fina elegancia en sus muebles y enormes retratos de personas, aparentemente familiares de las dueñas de la casa. A cada lado dos escaleras amplias, con peldaños de mármol y hermosos pasamanos dorados llevaban al segundo piso, donde las cinco puertas blancas y amplias sugerían dormitorios. Seguramente la escalera al tercer piso estaba oculta de las miradas de los visitantes, quienes admiraron también las estatuillas que adornaban los rincones: clásicos griegos del tamaño de una persona y sobre las mesitas el conocido Don Quijote y su escudero Sancho Panza, además de figuras de animales, todo en mayólica de color café muy oscuro.
De las tres grandes puertas del salón, la salerosa Nalda abrió la derecha, permitiendo ver que se trataba de una cómoda y elegante sala para recibir en privado. El buen gusto para ornar el lugar saltaba a la vista, desde una alfombra persa hasta los sillones felpudos y cómodos, sin que faltaran finos muebles distribuidos con inteligencia en cuyas superficies distribuidas exquisitas artesanías populares hechas de piedras conocidas por la belleza de sus colores y la habilidad de los artesanos criollos.
El incorregible muchacho no pudo evitar musitar a su amigo.
—Ahora, estimado concursante elija la puerta A, B o… —debió callar ante la voz clara y potente de la doméstica.
—Señoritas Carusso, don Lucas De los Ríos y su compañero—aparentemente no sabía el nombre de Checho. Después supieron que ese trabajo, anunciando las visitas, le correspondía a un anciano mayordomo que por el momento estaba ausente.
(Continuará: “ Una Familia de Rancia Aristocracia”)
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