Muy pocas veces se podía apreciar la rareza de un suelo de tierra apisonada tan parejo y brilloso por años de lampazo a puro querosén. Así era el piso del salón de bailongo de los Gutiérrez. A pesar de la maraña de pies que acariciaba constantemente su superficie con elegantes pasos de tango y vals, no había una sola mota de polvo en el aire.
El olor del recinto era el resultado de una heterogénea mezcla de tabaco agrio, abundante agua de colonia y la acre predominancia de los vapores del aceitoso combustible. La luz difusa de los soles de noche colocados estratégicamente sobre varias repisas en la sala, se concentraba mayormente cerca de las paredes de enormes ladrillos asentados con barro, dejando el centro del recinto, el lugar de la acción, en una semipenumbra. La orquesta de cuatro vetustos integrantes interpretaba las piezas musicales sobre una precaria, ajustada tarima rinconera y el bailoteo espectral de las sombras agigantadas contra los muros blanqueados a la cal, parecía propio de una escena surrealista.
A esas reuniones de los sábados por la noche acudía la flor y nata del poblado, que para el caso era la gran mayoría de sus habitantes con excepción de los niños, los ancianos y los enfermos. Ellas eran, aparte de los mitines políticos y las fiestas patrias, los únicos eventos sociales del lugar.
Las parejas establecidas iban para olvidarse un poco de la diaria rutina de los duros jornales de sol a sol. Los más jóvenes, los casaderos, iban por diversión y a la pesca de las mejores presas disponibles. También asistían asiduamente, para marcar territorio, unos taitas que tenían demasiada hombría malentendida que probar a los demás. Los que se creían que una pelea semanal los hacía mucho más machos que seis días deslomándose en las chacras. Esos eran los buscapleitos, los que pretendían impresionar al hembraje de la única manera que podían hacerlo, con prepotencia. Y había dos que se disputaban permanentemente la supremacía varonil: el Pardo Monzón y el Moncho Peralta.
Ese sábado, como de costumbre, se iban vaciando en rápida sucesión la fuentada de empanadas picantonas, las botellas de ginebra y caña para los caballeros y las de granadina para las damas. Ahí es donde hacían la diferencia los Gutiérrez, pues la entrada al boliche era gratis. Cuando llegaron los pendencieros, unos minutos aparte y ya entrada la noche, comenzaron a escucharse los primeros murmullos de inquietud entre los presentes. Como siempre, hacían su aparición como lo hubiese hecho César en Roma, emperifollados para la ocasión, haciendo una larga pausa en la entrada, pies bien plantados ligeramente separados, hombros atrás, sacando pecho y paseando sus miradas con el mentón enhiesto despectivamente por entre la chusma a su alrededor.
En un periquete ya estaban en el centro de la pista, haciendo gala de quiebros y firuletes al compás de la música entradora, luego de un ligero cabeceo a alguna dama de su preferencia, que rara vez se negaba a concederles, cuanto menos, una pieza. Nadie quería tener problemas en esas reuniones bailables cuya sola finalidad era la de una sana diversión y distensión, excepto para ese par de energúmenos.
Los malevos ya llegaban picados al salón. Unos pocos tragos más les servían de acicate para empezar a chumbarse uno al otro por medio de los alcahuetes que nunca faltaban. Cada uno tenía una especie de séquito de aspirantes a guapos y esa noche habían hecho correr la bola que el Pardo Monzón, después de un poco de festichola, tenía la intención de toparse con el Moncho Peralta, quien a su vez estaba impaciente contando los minutos hasta el momento del encontronazo.
Este tipo de drama acontecía a menudo y su efecto era siempre el mismo: Producir una nerviosa expectación en la concurrencia, por lo general muy pacífica y cuya única pretensión, se reitera, era la de una breve y necesaria distracción semanal.
El clima de tensión era evidente en el aire. Casi todos habían bajado los decibeles y algunos directamente optaron por retirarse más temprano para no verse envueltos en ningún tipo de pleito. Los malevos parecían disfrutar perversamente de ese efecto y lo hicieron durar un buen rato.
Finalmente, mientras ambos se hallaban en el centro del salón haciendo gala de sus dotes de bailarines tangueros con sus parejas de turno, el Pardo Monzón, en una súbita media vuelta al ritmo de una milonga, golpeó con fuerza el codo del Moncho Peralta que justo atinaba a pasar en su grácil deslice por la pista. El Moncho se paró en seco, apartó a su pareja y se interpuso cocorito entre el Pardo y la suya, sacando pecho y escupiendo las palabras:
- ¿Es que no ve por dónde anda, cumpa?
- Disculpe buen hombre. Es que este rey del bailongo no presta mucha atención a la mersa que lo rodea.
- Pero fijensé cómo el tirifilo me ha salido respondón…
- Así es mequetrefe, y tengo la lengua casi tan afilada como mi puñal, por si gusta probar…
- Siempre me ha gustao…, asistir a un velorio en domingo. ¡Afuera pues…!
- ¡Convite aceptao, don finao…!
Y allí salieron en tropel hacia la calle, seguidos por sus incondicionales obsecuentes y algún que otro curioso aventurado. El Moncho, flaco y fibroso, a quien el saco le quedaba holgado, manoteó un mantel antes de salir y se lo arrolló en el antebrazo izquierdo. El Pardo, de esqueleto más relleno, se envolvió el brazo con su propio saco para gozar de una mayor libertad de movimiento. Las hojas plateadas de los cuchillos refulgieron a la luz de la luna cuando empezó el merodeo y la danza mortal del duelo criollo. Ambos se movían cautelosos, parcialmente agachados y con la vista fija en el arma del otro.
Llevaban apenas unos minutos de fintas y algunos intentos fallidos de estocadas en un silencio sepulcral. El aire era calmo y frío. Todos se pegaron un buen julepe al escuchar el inesperado estruendo a sus espaldas, magnificado por la quietud de la noche. Parado en la puerta del salón con la escopeta del 12 aun humeando por el cañón que apuntaba al cielo, el mayor de los Gutiérrez les gritó:
- Si es que hay de haber un finao en la trifulca, se me van con la música a otra parte. No es gueno pa’ mi negocio. ¿Está claro…?
Los espectadores se miraron entre sí y luego a los duelistas. Los malevos tenían fama de bravucones levantiscos, pero no de insensatos suicidas. Una escopeta de ese calibre podía ser muy convincente. Sacudieron sus cabezas decepcionados, envainaron los puñales y se estrecharon la mano como tenazas al mejor estilo macho.
- Otra vez será, Pardo…
- Otra vez será, Moncho…
Y el grupo se fue dispersando mayormente en silencio, sólo con algunos acallados murmullos de desaprobación
***
El lunes al anochecer, en el Boliche del Negro Moreira nadie parecía creerle a Chupín Carrizo, quien era un notorio borracho de fin de semana. El grupo de oyentes, en principio escépticos, había crecido a su alrededor. Pero ahora ya empezaban a dudar de que la historia fuese inventada. Tal era la insistente vehemencia del mozo narrador que no paraba de hacerse cruces con el dedo índice derecho sobre los labios, a modo de juramento:
- ¡Les juro por lo que más quiero que lo que digo es verdad, caracho! Este sábado por la tarde empecé a chupar desde muy temprano. Cuando empezó a llegar la mayoría de la gente al bailongo ya no me podía tener en pie de la mamúa que tenía. Decidí irme a dormir la mona al rancho, pero no llegué… Me tropecé con un durmiente viejo escondido entre los pastos al lado del terraplén del ferrocarril, me caí y ahí quedé hasta bien entrada la noche. Me despertó una explosión. Un tiro, creo que fue. Me senté tiritando entre el pastizal para despabilarme un poco y estaba a punto de levantarme para seguir mi camino, cuando vi dos figuras que pasaban juntas por el camino desierto. Venían hombro con hombro, riéndose, mientras comentaban lo buen tipo que era Gutiérrez y cuán comprensivo había resultado ser. Eran los malevos caminando alegremente agarrados de la mano. Antes de que se alejaran demasiado, la luz de la luna me permitió ver bien clarito como el Moncho Peralta se soltaba por un instante para palmearle cariñosamente las nalgas al Pardo Monzón…
Los Malevos -
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Fobio