La Ciudad de los Libros

Desde que pudo encontrar la forma de permanecer escondido en la biblioteca después de la hora de cierre, Pablo se sentía agotado pero exultante. Solamente yo compartía su secreto, como también albergaba cierta preocupación por esa inusual nueva práctica. Temía lo que pudiese pasar si se descubría lo que mi amigo estaba haciendo cada vez con más frecuencia.

Por su parte, él restaba importancia a las posibles consecuencias y confiaba en que su método era casi infalible. Por supuesto que su rendimiento en el trabajo había decaído notoriamente. Algunos días repartía la correspondencia y el café, empujando su carrito como un zombi por los pasillos de la empresa. No faltaba quien ya murmuraba que su decaimiento paulatino era posiblemente debido al consumo de drogas o alcohol. Sólo yo sabía la verdad.

Pablo no escuchaba mis advertencias. Dejaba mi oficina para el final de su recorrido a fin de poder contarme con mayor detalle su última experiencia en la ciudad de los libros, como el solía llamar a la gran biblioteca metropolitana. Cerraba la puerta, se dejaba caer en el sillón, y mientras se explayaba con verdadero arrobamiento sobre sus más recientes aventuras, entrecerraba los ojos como reviviendo cada situación a medida que la relataba.

A pesar del afecto que le tenía y la amistad que nos unía, nunca pude creerme completamente lo que Pablo afirmaba haber vivido. No tenía sentido en mi razonamiento más bien lógico y de poca fertilidad imaginativa. Pero el énfasis con que relataba sus experiencias y la minuciocidad de sus descripciones, invariablemente hacían tambalear mi excepticismo.

Es que Pablo era un ávido lector desde muy niño. Siempre restándose horas de juegos en favor de las maravillosas aventuras de sus libros. Y desde que concibiera esta loca idea de querer comprobar la teoría que había ido desarrolando a través de los años, pasaba cada vez más noches enteras encerrado en la biblioteca. Por alguna razón, yo no podía dejar de ver cierta similitud entre su comportamiento y el de Don Quijote.

- ¡Funcionó! - Me dijo la primera vez con una media sonrisa que contrastaba con su mirada seria y penetrante - Te dije que funcionaría. Anoche estuve en los bosques de Sherwood, escondido en la espesura con el mismísimo Robin Hood. Lo ví, hablé con el, pude conocer brevemente a Marian y, desde mi escondite, observé la celosa vigilancia del cretino de Guy de Gisborne. Fue algo increíble...

Yo lo miraba con una mezcla de incredulidad y desconcierto. A pesar de la confianza y el cariño que le tenía, no podía evitar preguntarme si habría perdido la cabeza. Lo que contaba, para mi no tenía sentido, sin embargo, su gran entusiasmo y la total coherencia de su relato sonaban inquietantemente veraces.

- Hoy voy a descansar - me explicó calmadamente - Pero te juro que apenas puedo esperar hasta mañana porque realmente quiero conocer la isla de Robinson Crusoe. Y también a Viernes.

Golpeó simultaneamente sus muslos con las palmas de las manos, se incorporó y salió de la oficina sin agregar nada más para seguir con su trabajo.

Por un buen rato no pude hacer nada. Me quedé con el lápiz en la boca rumiando sus palabras y traté de recordar la explicación que me había dado, tiempo atrás, acerca de su teoría singular. Pablo, quien pasara muchas noches leyendo hasta altas horas de la madrugada, sostenía que a la medianoche, en el filo de la transición entre el día que termina y el otro que empieza, había notado reiteradamente como la historia que estaba leyendo tomaba más fuerza, se hacía mucho más real. Su trama, su entorno, los personajes. Todo adquiría un viso de realidad que lo compelía irresistiblemente a formar parte de esa aventura, succionando su voluntad como una aspiradora fantástica para integrarlo a la misma.

No tardó mucho tiempo en concluir que si eso sucedía en la intimidad de su cuarto, donde almacenaba sólo varias decenas de libros, este efecto debería ser potenciado infinitamente si pudiese hallarse a la hora señalada en la ciudad de los libros, como siempre se había referido a la enorme biblioteca metropolitana, que albergaba miles y miles de libros de todos los géneros literarios imaginables.

Lo que realmente le llevó más tiempo, fue ingeniarse una forma segura de permanecer allí después de la hora de cierre, sin que su presencia fuese detectada por el único guardia de seguridad que velaba el edificio por las noches.

Lo único que tenía que hacer, según su hipotética creencia, era tomar el libro deseado, sentarse en algún sitio confortable, y hallarse en plena lectura al momento de dar las doce de la noche. Allí y entonces, la magia se produciría. Y no hacía más de cinco minutos que él mismo me lo había confirmado.

Dejé de morder el lápiz, masajeé suavemente mis sienes levantando las patillas de mis anteojos y traté por todos los medios de concentrarme en mi trabajo, que ya estaba atrasado.

El aspecto de Pablo comenzó a empeorar lenta pero inexorablemente. A medida que sus visitas a la ciudad de los libros se hicieron más y más frecuentes, dormía sólo dos o tres noches por semana. A pesar de toda mi influencia a su favor, el riesgo de perder su empleo se hacía día tras día más evidente.

Cada vez que recalaba en mi oficina para contarme fascinado una nueva experiencia, ya estaba pensando en la próxima andanza de la que quería formar parte. Ningún argumento poseía la lógica suficiente como para disuadirlo de, al menos, espaciar un poco más aquellas citas con sus lecturas preferidas a efectos de poder recuperar algo de su antigua energía.

Su costumbre se había transformado en poco tiempo en una verdadera obsesión que lo estaba consumiendo vorazmente.

Una fría y lluviosa mañana de invierno llegó la noticia, que por supuesto, fue impactante, pero realmente no sorprendió a nadie, y menos a mi. Un hombre sin vida había sido encontrado en un lugar apartado dentro de la biblioteca metropolitana. Los investigadores se hallaban desconcertados. Junto al cuerpo visiblemente golpeado hallaron un plátano a medio comer y un libro de Edgar Allan Poe abierto en el cuento “Los crímenes de la calle Morgue”.

Mas que excelente! Es tan bueno este cuento que olvide buscar errores! Y es que es tan bueno que no hay errores!

Me quito el sombrero ante usted, maestro narrador. No solamente la narracion es perfecta sino tambien lo imaginativo de la historia. Mucho muy bueno, compadre!

José, quisiera decirte lo que siento.
Angel me dejo sin palabras. EXQUISITO!!!

jajaja¡¡¡ Fobio, en ese relato el protagonista es un lector compulsivo pero a mí me ha llevado a pensar en el escritor. ¡Cuántas veces, al escribir una historia, te identificas tanto con ella, que acabas viviendo todas las experiencias de cada personaje! Es un poco de locos y, vete a saber, si, cualquier día, aparece un escritor asesinado por el protagonista de su propia novela ¡quién sabe!
Una historia estupenda y yo diría... ¡no del todo imposible! la imaginación es muy poderosa.
Fobio, sabes cuánto disfruto leyéndote, amigo. Un abrazo.

Gracias por tus palabras Angel, me alegra de verdad que te haya gustado. Cosas que a alguien que le gusta mucho leer se le ocurren. Un abrazo,
José

Gracias amigo Reche (desde que sé que es blusero, más amigo todavía). Es siempre un placer recibirte por aquí. Un abrazo,
José

Jajajaja..., nada de que preocuparse Poe. Hasta ahora, siempre he regresado de mis viajes. Lo único para mencionar, y dejarte más tranquila, es que en uno de los últimos que hice alguien me preguntó por vos, aparentemente alguien que te conocía o quería conocer..., un tal Jack..., Jack..., ah sí...! Jack the Ripper si mal no recuerdo..., jajajaja.
Gracias por tu visita y comentario, querida amiga. Un beso grandote,
José

Muchas gracias Magda. Creo que siendo tu misma una gran escritora, coincidirás conmigo en que el poder de la imaginación es infinito. Las ocurrencias que se nos presentan son algunas veces locamente deliciosas. El único problema, muchas veces, es poderlo plasmar en palabras escritas, tal cual como lo imaginamos.
Aprecio mucho tu visita y comentario, querida amiga. Un beso grandote para ti,
José

Hey José, que buen texto, mimetizas al lector y al escritor, tieen todo, sin mas que agregar.
un enorme abrazo
k

Muy buenooooo José ¿como no lo lei antes? casi me lo pierdo.
Felicitaciones

Gracias Karina. Me alegra que te haya gustado, amiga. Es un gusto recibir tu visita. Un abrazo de vuelta,
José

Muchas gracias Ricardo. Aprecio tu paso, amigazo. Un abrazo grandote,
José

Vo

Impresionante compañero, muy bien narrado.

Jaa..., Federico. No puedo entender tu comentario, pero ciertamente agradezco tu visita, amigo. Un abrazo,
José

Muchas gracias Guerrero. Aprecio tu visita y comentario, amigo. Saludos,
José

Se agradecen de corazón tus palabras Jaime. Me alegra mucho que te haya gustado mi relato. Siempre es un gusto verte por este rincón. Un abrazo de vuelta a través de la cordillera,
José

Profesional. La estructura es perfecta y los personajes representan el universo.
Podría decir más pero ya no estás para mimos.
Vos y algunos más que he seguido, se han ido perfeccionando a tal grado, que los invitaría a leer sus primeros trabajos aquí mismo expuestos. Es así que la existencia de esta página se justifica plenamente y sospecho, que estamos entre muy pocas que se pueden jactar de tal amparo. Yo no conozco otra.
No quiero decir que Letras te hizo, hubieras llegado igual por otro camino. Pero sí afirmo que Letras te incentivó, que te dio el ámbito natural para que te desarrollaras. Y nosotros lo disfrutamos leyéndote.

Gracias Federico. Yo estoy muy orgulloso de ser miembro de este portal de letras, donde no solamente uno aprende, sino que también tiene la oportunidad de leer excelentes obras. Un abrazo,
José

P.D.: Y..., si. Soy un gordito mimoso...

Muy buen relato amigo José, fue un placer leerlo y coincido con los de arriba.
un saludo

Aprecio sinceramente el tiempo de tu lectura y comentario, amigo Albatross. Saludos,
José

Muy buen relato, Fobio. La narración me enganchó y no pude dejar de leer.

Un saludo de Samuel.

QUÉ BELLEZA, MARAVILLOSO, INCREIBLE, FANTÁSTICO!, UNA TRAMA QUE SE SALE DE LO COMÚN. Me trae recuerdos de mi adolescencia cuando mi madre me apagaba la luz porque era mas de medianoche y yo afanada leyendo para terminar una novela. Entonces, esperaba que ella se fuera acostar otra vez y yo seguía leyendo con la luz de la luna, bebiendo ávidamente el contenido que debía terminar esa madrugada. Sortariamente, no me atacó ningún personaje de los textos, ni me envolví en la trama,
pero a consecuencia de ese hábito, cada día estoy mas cegata, jajajajaja.
Felicitaciones!

TRINA

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Muchas gracias Samuel. Aprecio mucho tu visita, amigo. Un saludo cordial,
José

Muy agradecido por tu lectura y comentario, Trina. Me alegra que te haya gustado el relato, amiga. Recibe mi saludo con afecto,
José

EY Y YO DONDE ESTABA QUE NO LO HABIA LEIDO?,MUY BUENO FOBIO,,NO ME DEJARON PARA DECIR MUCHO MAS LOS COMENTARIOS ANTERIORES,PERO LA VERDAD CREO QUEE STAMPASTE BIEN ESA SIMBIOSIS ENTRE LECTOR Y LIBRO,

FELICITACIONES

Me alegra que te haya gustado Mateo. Gracias por tu paso y tu comentario, amigo. Un abrazo,
José

tanto por la forma y riqueza de la escritura como por el mensaje que lleva dentro. A mi de niño me pasaba lo mismo, vivía tanto lo que leía que no podía parar de leer, es la magia de la literatura...

un placer leerte
hasta pronto
joan

Fobio escribió:

Desde que pudo encontrar la forma de permanecer escondido en la biblioteca después de la hora de cierre, Pablo se sentía agotado pero exultante. Solamente yo compartía su secreto, como también albergaba cierta preocupación por esa inusual nueva práctica. Temía lo que pudiese pasar si se descubría lo que mi amigo estaba haciendo cada vez con más frecuencia.

Por su parte, él restaba importancia a las posibles consecuencias y confiaba en que su método era casi infalible. Por supuesto que su rendimiento en el trabajo había decaído notoriamente. Algunos días repartía la correspondencia y el café, empujando su carrito como un zombi por los pasillos de la empresa. No faltaba quien ya murmuraba que su decaimiento paulatino era posiblemente debido al consumo de drogas o alcohol. Sólo yo sabía la verdad.

Pablo no escuchaba mis advertencias. Dejaba mi oficina para el final de su recorrido a fin de poder contarme con mayor detalle su última experiencia en la ciudad de los libros, como el solía llamar a la gran biblioteca metropolitana. Cerraba la puerta, se dejaba caer en el sillón, y mientras se explayaba con verdadero arrobamiento sobre sus más recientes aventuras, entrecerraba los ojos como reviviendo cada situación a medida que la relataba.

A pesar del afecto que le tenía y la amistad que nos unía, nunca pude creerme completamente lo que Pablo afirmaba haber vivido. No tenía sentido en mi razonamiento más bien lógico y de poca fertilidad imaginativa. Pero el énfasis con que relataba sus experiencias y la minuciocidad de sus descripciones, invariablemente hacían tambalear mi excepticismo.

Es que Pablo era un ávido lector desde muy niño. Siempre restándose horas de juegos en favor de las maravillosas aventuras de sus libros. Y desde que concibiera esta loca idea de querer comprobar la teoría que había ido desarrolando a través de los años, pasaba cada vez más noches enteras encerrado en la biblioteca. Por alguna razón, yo no podía dejar de ver cierta similitud entre su comportamiento y el de Don Quijote.

- ¡Funcionó! - Me dijo la primera vez con una media sonrisa que contrastaba con su mirada seria y penetrante - Te dije que funcionaría. Anoche estuve en los bosques de Sherwood, escondido en la espesura con el mismísimo Robin Hood. Lo ví, hablé con el, pude conocer brevemente a Marian y, desde mi escondite, observé la celosa vigilancia del cretino de Guy de Gisborne. Fue algo increíble...

Yo lo miraba con una mezcla de incredulidad y desconcierto. A pesar de la confianza y el cariño que le tenía, no podía evitar preguntarme si habría perdido la cabeza. Lo que contaba, para mi no tenía sentido, sin embargo, su gran entusiasmo y la total coherencia de su relato sonaban inquietantemente veraces.

- Hoy voy a descansar - me explicó calmadamente - Pero te juro que apenas puedo esperar hasta mañana porque realmente quiero conocer la isla de Robinson Crusoe. Y también a Viernes.

Golpeó simultaneamente sus muslos con las palmas de las manos, se incorporó y salió de la oficina sin agregar nada más para seguir con su trabajo.

Por un buen rato no pude hacer nada. Me quedé con el lápiz en la boca rumiando sus palabras y traté de recordar la explicación que me había dado, tiempo atrás, acerca de su teoría singular. Pablo, quien pasara muchas noches leyendo hasta altas horas de la madrugada, sostenía que a la medianoche, en el filo de la transición entre el día que termina y el otro que empieza, había notado reiteradamente como la historia que estaba leyendo tomaba más fuerza, se hacía mucho más real. Su trama, su entorno, los personajes. Todo adquiría un viso de realidad que lo compelía irresistiblemente a formar parte de esa aventura, succionando su voluntad como una aspiradora fantástica para integrarlo a la misma.

No tardó mucho tiempo en concluir que si eso sucedía en la intimidad de su cuarto, donde almacenaba sólo varias decenas de libros, este efecto debería ser potenciado infinitamente si pudiese hallarse a la hora señalada en la ciudad de los libros, como siempre se había referido a la enorme biblioteca metropolitana, que albergaba miles y miles de libros de todos los géneros literarios imaginables.

Lo que realmente le llevó más tiempo, fue ingeniarse una forma segura de permanecer allí después de la hora de cierre, sin que su presencia fuese detectada por el único guardia de seguridad que velaba el edificio por las noches.

Lo único que tenía que hacer, según su hipotética creencia, era tomar el libro deseado, sentarse en algún sitio confortable, y hallarse en plena lectura al momento de dar las doce de la noche. Allí y entonces, la magia se produciría. Y no hacía más de cinco minutos que él mismo me lo había confirmado.

Dejé de morder el lápiz, masajeé suavemente mis sienes levantando las patillas de mis anteojos y traté por todos los medios de concentrarme en mi trabajo, que ya estaba atrasado.

El aspecto de Pablo comenzó a empeorar lenta pero inexorablemente. A medida que sus visitas a la ciudad de los libros se hicieron más y más frecuentes, dormía sólo dos o tres noches por semana. A pesar de toda mi influencia a su favor, el riesgo de perder su empleo se hacía día tras día más evidente.

Cada vez que recalaba en mi oficina para contarme fascinado una nueva experiencia, ya estaba pensando en la próxima andanza de la que quería formar parte. Ningún argumento poseía la lógica suficiente como para disuadirlo de, al menos, espaciar un poco más aquellas citas con sus lecturas preferidas a efectos de poder recuperar algo de su antigua energía.

Su costumbre se había transformado en poco tiempo en una verdadera obsesión que lo estaba consumiendo vorazmente.

Una fría y lluviosa mañana de invierno llegó la noticia, que por supuesto, fue impactante, pero realmente no sorprendió a nadie, y menos a mi. Un hombre sin vida había sido encontrado en un lugar apartado dentro de la biblioteca metropolitana. Los investigadores se hallaban desconcertados. Junto al cuerpo visiblemente golpeado hallaron un plátano a medio comer y un libro de Edgar Allan Poe abierto en el cuento “Los crímenes de la calle Morgue”.

Muchas gracias Joan. Me alegra que te haya gustado, amigo. Un placer verte por aquí. Saludos,
José