Papá toda su vida había sido un triunfador. De esos hombres hechos a si mismos, que todo lo han conseguido con sus manos debido a su esfuerzo. Por eso cuando la muerte vino a por él, vestida de un cáncer extendido sin remedio como una batalla que se esparce tiro a tiro por una bella vaguada, se quedó absorto ante el mensajero, el médico de la familia y creyó que aquéllo era un sueño. Siempre pasa así: cuando se le da a alguien una noticia terrible, su primera reacción es aferrarse a la necesidad de que sea una pesadilla. Las pesadillas se van. Pero, a veces no es un sueño, y papá, al despertar día tras día sabía de su enfermedadad que lo devoraba por dentro.
La muerte aguardaba a los pies de su cama. Pero papá siempre había forzado al destino. Y siempre lo había ganado. Uno de esos hombres duros que no cesan de darte lecciones. Por ello, en su última lucha, no quiso otorgar el triunfo a quién se le enfrentaba. Así pues, un atardecer se disparó en la sien con su pistola de empuñadura de nácar.
No nos dijo ni adiós. Papá quería vencer a la muerte... lo demás, nosotros, no importábamos. Y así se fue, creyendo que seguía siendo un vencedor. Patético papá!