Cuentos de verdad (2ª parte)
Sigo refiriéndoles lo de nuestro inodoro:
Los laterales de la caseta tenían a cierta altura unas rendijas redondas, a modo de mirillas con un tapón de corcho, así podíamos saber de los merodeadores comunes y naturales en ese lugar o, quién osaba adentrarse en nuestra propiedad por las cercas. Se sentían las pisadas en el suelo o de algo que se arrastraba con sigilo... Sí, porque por la hojarasca y las ramas secas podíamos sentir a los extraños de cuatro patas y los de vientres deslizándose zigzagueantes de algunas serpientes, como los de 'dos patas' que pasaban a robar los racimos de plátanos y otros frutos. Mi abuela nunca negaba nada que tuviese en nuestro hogar, pero no aprendían; a veces era para venderlo en el mercado de la plaza. Normalmente se dejaban chamizas secas y trampillas cerca, para que sonaran y nunca se hablaba de ello y así nos dábamos cuenta de cualquier paso en falso. Dentro de la caseta había también un cuerno para hacer llamadas en caso de peligro, un machete y un cuchillo colgados; había quien se entretenía de dos formas (…), alternando su necesidad fisiológica mientras degustaba alguna de las frutas que había cogido por el camino hasta la letrina.
Al cuerno le insuflábamos aire por la punta rota, soplando en forma de pedorreta haciendo tapón con una mano, abriéndola y cerrándola para expandir el sonido, siendo muy fuerte. Estaba prohibido tocarlo si no había peligro. Cuando esto ocurría siempre era por algún animal peligroso, un ladrón y sobre todo serpientes o una nidada de ellas y hasta de alacranes. Mi abuela estaba atenta, porque sentía el sonido desde la cocina, por eso cada vez que íbamos al lugar, al pasar por en frente de la misma, se lo decíamos a ella o a nuestra madre. Se solía dejar ramas largas de guayabo seco en puntos estratégicos de los caminos para servirse de ellas en caso de defenderse de alguna serpiente. Mi abuela, si había peligro solía utilizar el perrero, una especie de fusta utilizada por los campesinos arrieros para el ganado. Se dan golpes en el suelo para que avance o con ella, sabiéndolo lanzar con los cueros recogidos en una mano, puede enredar en las piernas de un ternero para marcarlo si no se usa el lazo a caballo. También sirve para envolver las piernas del ladrón cuando quiere salir corriendo, y tirando del mismo va de bruces al suelo perdiendo el equilibrio; así recuperaba si quería ‘el botín’, pero mi abuela sólo lo hacía para dar un escarmiento y hasta les regalaba, encima, una gallina al final del asunto y más cosas, diciéndoles que la remesa era muy pobre y que les faltaba la carne. Los ojos de sorpresa de los pillastres no podían dar crédito a lo que ella hacía. Alguna vez la vi cómo envolvía a una serpiente con el perrero por la cabeza y, sacudiéndola hacia arriba y luego contra el suelo la mató, evitando que se comiera una de sus gallinas cluecas con sus polluelos. Ella decía que había cosas inevitables que había que hacer a tiempo. (…)
Si, íbamos al extremo de los solares no dejaba de ser una pequeña aventura, por el riesgo que suponía adentrarse en un lugar de vegetación muy tupido y que sólo conocíamos nosotros, pues nos encantaba coger a todo tipo de bichos y sobre todo observar sus vidas en su propio hábitat. Había una talanquera de paso al monte más cerrado que llevaba al río. Era fácil sentir desde nuestra casa los sonidos del monte todo el día, aunque con lindes de división de acceso fácil nos estaban prohibidos si no íbamos acompañados. Podíamos ver las culebras grandes, lagartos, monos robando en los maizales y tarántulas entre las hojas de los cafetales, gusanos de unos veinte centímetros y de dos centímetros de diámetro avanzar muchas veces por los corredores, iguanas en los árboles o pequeñas serpientes descolgarse de algún árbol frutal. Nunca nos metíamos a drede con ellas u otros animales, si no era necesario pero de vez en cuando mi abuela tenía que recurrir a su farmacopea natural, aplicándonos emplastes y dándonos a beber líquidos que conocía o tratar algunas heridas y picaduras. Si no hacían mucho mi abuelo o mi madre iba a buscar el chamán de la tribu calima o, de los guambías para que nos ayudara. Siempre llegaban antes que el médico de la ciudad, el Doctor Mayer. Cuando nos subía la fiebre el mejor remedio era sumergirnos desnudos en la pileta llena de agua helada, hasta que bajaba o sumergirnos en el arroyo al lado de casa.
Mi lugar predilecto, era subir a los árboles y mirar todo aquello desde sus copas más altas. Allí estudiaba, leía, pensaba y oteaba a los ladrones de frutos. Siempre me calaba un morral con mis cuadernos, libros y cuentos. De vez en cuando se llevaban un buen *caucherazo (*con tirachinas) los ladronzuelos. Utilizaba pepas de un fruto llamado chambimbes que son muy duras o guijarros de río, que metía en mis bolsillos del overol. Los chambimbes son unos bellos y frondosos árboles que dan mucha sombra, el fruto es utilizado como jabón natural a falta del auténtico. Si se deja en un recipiente con agua hace espuma y blanquea la ropa.
Estando lejos de la civilización se aprenden muchas cosas y es bueno alternar todas estas enseñanzas cuando lo necesitamos. Mi abuela nos enseño a observar las cosas con atención y decía siempre que "las preguntas sobraban a los que demostraban superar lo que otros eran capaces de hacer si era bueno y práctico a la vida".
Desde mi atalaya avisaba a mi abuela disparando sobre la caseta de zinc cercano al cobertizo de la cocina. Su sonido se expandía inmediatamente y aparecía mi abuela con la escopeta y un palo. Normalmente estaba pendiente de mí, más que de mis hermanos mayores, "porque desaparecía rápido entre el monte por cualquier cosa que me llamaba la atención"...- se quejaba a mi madre muy preocupada. También me obligaba a atarme a los árboles, con una correa de cuero ancha que era de mi abuelo, lo hacía por seguridad pues a veces me bajaba la tensión, y más de una vez perdía el equilibrio en las ramas. Así se confiaba. Tampoco me prohibían subirme a los árboles, me sentía muy feliz haciéndolo.
En el espacio ajardinado que rodeaba la casa, también pasaba otra acequia de agua corriente. Esta bajaba de las vertientes de la Cordillera Central. Era un arroyito cantarín que bordeaba toda la casa y daba alegría al huerto, las plantas de flor, aves y animales domésticos. Iba a unirse a la siguiente acequia, pero este primero era potable aunque mis padres utilizaban un enorme filtro de loza con grifo, para beber el agua. Estaba siempre muy fría y cada día se cambiaba. Las parásitas u orquídeas de todo tipo como las rosas y dalias y geranios, eran adoración de mi madre. Nunca faltaban flores en el jardín y los pájaros estaban todo el día cantando pero nunca estaban enjaulados. Se habían acostumbrado a la tranquilidad que les brindábamos todos, incluso, se les dejaba fruta fresca puestas sobre las mismas horquetas de los arbustos ornamentales o crotos de variados colores y de diferentes formas sus hojas; allí mi madre colgaba bajo sus ramas las canastillas de madera que le hacía mi abuelo, rellenándolas de palo podrido, cortezas de árboles, musgo y tierra. No era necesario regarlas, siempre llovía o había neblina de madrugada o al anochecer y eso le daba vida al jardín. Había cocales donde anidaban tominejos o colibríes; también árboles de caimos (un frutal), limoneros y un enorme mango que daba otra variedad más grande que el mango corriente, llamado 'manga'. Un lugar bordeado de lirios con un banco alrededor de su tronco para descansar en días de calor y leer.
Muchos arbustos de Júpiter adornaban las cercas cuya floración era de variados tonos. Lirios bordeaban el arroyuelo, con poleo, menta, hierbabuena, albahaca, toronjil, saúco y otra variedad de orégano y azafrán de América tropical. No faltaban diez o veinte plantas de tabaco, para el uso de mis abuelos fumadores y para mi padre que fumaba en pipa. No nos faltaban las hortalizas, yucas, ullucos, fríjoles, maíz, café, papas de varios tipos y tamaños como sabores. Recuerdo un hermoso zapote, una fruta muy buena de cáscara dura con una pulpa de color naranja muy rica y las granadillas; naranjas limas (muy dulces), enormes toronjas y pomelos, mandarinas granadas, brevas e higos; muchas de estas frutas eran preparadas por mi abuela en jaleas, mermeladas y dulces desamargados para las navidades.
La acequia de agua para los servicios o inodoros, como os digo, circundaba y circulaba por todas las casas del pueblo. La que rodeaba la casa era muy helada y cristalina y al pasar al solar se unía al fondo con la otra, allí abrevaban los animales de carga, los caballos, las aves y los perros, algunas vacas lecheras, pero utilizábamos la del manantial natural que llegaba hasta la misma entrada de la cocina o la del filtro en el comedor para beber y las comidas. Mi padre había instalado una bomba de agua que había traído en uno de sus viajes a Europa... -¡Figuraos agua potable y de manantial con ducha y pila al lado de la cocina, en un lugar salvaje! Era todo un lujo, una pasada. Entonces en la misma América del Sur y al lado de los montes y en muchos pueblos no había agua corriente, se iba al río o a los manantiales por agua para todo; notros teníamos el mejor lugar del lugar, decían algunas gentes, por estar cerca donde se iniciaba la selva y a orillas de las estribaciones de la Cordillera Central en Los Andes. Los amigos alucinaban y vivían nuestra aventura, que para entonces no le dábamos importancia, era lo que había a nuestra disposición g. a Dios y, también, cuando nos visitaban otras gentes amigos e invitados por mi padre. Pero eran ideas que él se había traído a América desde Australia, y las había aplicado en nuestro hogar como comodidad y para nuestra educación. Pero estas otras historias ya os las cuento más adelante, la de unos pocos refugiados judíos que mi padre traía a casa, salvados de morir en los hornos crematorios en la Alemania Nazi y el viejo Doctor Herman Meyer, que fue de gran ayuda a mi familia. Mis educación con las dos culturas, cristiana y judía y mi estancia en el convento franciscano como novicia…y más. No sin haberos referido antes, esas cosas que serían terror para otros que las vivían o, que causaban temores terribles a quienes las experimentaban en directo. Y se convertían en leyendas pasando de boca en boca en quienes nunca nada de eso les pasaba. Pero era divertido escucharlas, tener conocimiento de ellas y hasta algunos solían exagerarlas por diversión. Hoy las llaman “fenómenos paranormales”. Y van quedando menos niños, pero ya es suficiente que algunos de nosotros las contemos con sonrisa de niños y la inocencia reflejada en los ojos... ¿Será cierto que todo eso en verdad pasaba?
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¡Por favor Silke no me interrumpas, que debo contar la última parte de aquél entonces!
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...Seguiré con mis “Cuentos de verdad”, sólo quería que supieseis cómo era más o menos ese entorno de mi niñez, antes de seguir. Me perdonan pero tengo un duende que permanece al lado muy sonriente. Le encanta sentirse protagonista.[/b]