Otoño Eterno

Otoño Eterno

Estaba desesperado, muchas veces intento dejarlo, alejarse de eso a lo que tanto teme y sin embargo siempre volvió al mismo punto. Su madre lo reprueba, su padre lo castiga, las personas lo señalan y discriminan. No puede ocultarlo, esta marcado en su cuerpo, su expresión, su mirada. Nadie intenta ayudarlo y él solo no puede, su voluntad ya no da abasto; Lo lamenta desde lo mas profundo de su corazón. Sus pasos lo van llevando hacia los baños de su escuela. Sus compañeros se apartan de su camino, no lo interrumpen, ignorantes de lo que ocurrirá en breve. Por su mente pasa su vida como si fuera una película, no está al borde de la muerte, no aún. Sin embargo se encamina a ese punto decisivo, ese momento crucial… o mejor dicho fatal, sus recuerdos van constantemente a su infancia, su madre a la que ahora ve como un monstruo; su padre al que ahora ve como un espectro, y no menos importantes aún, sus “amigos” que simplemente no hicieron nada por él salvo mofarse de su estado desvariado cada vez que decidía escapar de su realidad.

Llego a los baños, una pequeña ventana estaba abierta y una fresca brisa ingresaba por ese lugar, además permitía una mínima visión del afuera, un pequeño parque en el que solo había un solitario árbol de hojas amarillentas y naranjas. Recordó, entonces, que era época de otoño. La paz de aquella pequeña visión delante y el bullicio de las otras personas detrás; cruzando la puerta. Repentinamente alguien entra, el chico disimula, no lo conoce, pero prefiere estar solo en esos momentos y espera pacientemente hasta que el desconocido hace acto de desaparición detrás de la puerta. Sus manos tiemblan, tiene un sudor helado que le cubre toda la espalda; siente débiles sus pies y apenas si puede tragar saliva. Repentinamente el chico empieza a toser y le cuesta recuperar su respiración normal, algunos músculos comienzan a dolerle y también algunos huesos. Su cuerpo le esta exigiendo otra vez… la ultima vez. Va hacia uno de las letrinas, cierra la puerta y la traba; baja la tapa del excusado y se sienta pacientemente. Lleva las manos a su bolsillo y extrae un pañuelo que tantas veces anudo en su brazo derecho, una vez más hace el apretado nudo para prepararse. De su otro bolsillo extrae su salvación, su paz, su ambrosía; que a su vez también es su condena, su entropía, su cicuta mortal contenida en una jeringa. Piensa, en su cortísima vida, sus amistades, sus influencias, lo que fue y lo que podría haber sido y lo que será… solo un número más en las estadísticas. “Diez personas son una tragedia, diez mil son estadística” había leído una vez en un libro que ya ni recordaba cual era, tampoco recordaba quien había dicho aquello pero la frase nunca fue tan cierta para él como en ese momento.

Se decidió, finalmente, a acabar con aquello, a acabar con lo que tanto lo aquejaba y no lo dejaba dormir. Sabía que no podría escapar, ya era tarde para recibir ayuda y solo quedaba dar el golpe de gracia para acabar con su sufrimiento. La conocida sensación de la aguja penetrando su piel y entrando en la vena se hizo presente, no se dio cuenta hasta que estaba inyectándose la condena de que había realizado su último acto. Pasaron unos segundos y el dolor comenzó a mitigar, la mente comenzó a dormirse; asfixiada por las toxinas, su cuerpo se relajo. En un momento le pareció sentir nuevamente la brisa suave y fresca. Vio la plaza bañada de colores amarillos, marrones y anaranjados; en el centro un gran árbol que estaba en una perpetua perdida de hojas que crecían solo para caer y alrededor del nudoso tronco a varias personas. Había encontrado su lugar, un sitio donde podría disfrutar de la paz, estar con alguien sin ser señalado, apartado o regañado. Nunca se dio cuenta cuando su cuerpo se convulsionaba, nunca se enteró de que caía rendido y golpeaba contra la puerta de la letrina produciendo un sonido estremecedor. No vio a sus amigos a su alrededor intentando salvarlo ni a su madre o a su padre llorando desconsoladamente, arrepentidos de no haber prestado atención cuando aun había tiempo. Solo veía la plaza, el gran árbol y a las personas que se acercaban a él con una sonrisa, lo abrazaban, lo saludaban, lo animaban; le daban todo aquello que nunca tuvo… la brisa abandonaba el lugar arremolinando algunas hojas por el camino, la brisa se iba para buscar otra alma que tomar; tomar lo que otros no quisieron o no pudieron atesorar. Una tragedia para unos, otro numero más al índice para otros.