DOS ESMERALDAS TAN PROHIBIDAS [font=Arial] Aníbal transitaba en bicicleta por esas calles llenas del sol de marzo que abriga un poco más que en abril o mayo. Silbando una canción se iluminaba pensando en ella. Una mujer que no era una más, ella era como esa flor nacida en la campiña, única en la inmensidad del verde.
Todos los días por la plaza San Javier, una muchacha se contorneaba caminando por sus senderos tan sinuosos como sus caderas. Pasaba sonriendo. Hacía tres meses que él la observaba siempre a la misma hora. El día que la descubrió, se estremeció.
Cuando llegaba la hora del encuentro se sentía afiebrado, disminuido frente al brillo majestuoso de sus cabellos negros, ellos caían como cascada sobre su espalda, siguiendo la línea de su talle erguido, que lo conducían a un resplandor verde, sus enormes ojos. Ellos eran como esmeraldas esculpidas a resguardo, su mirada hablaba de pasión, ternura, ingenuidad y un cúmulo de emociones escondidas. ¿Quién era esa muchacha…?
Él siempre había vivido en el camino que conduce a la casa, su familia, y el trabajo
Una vida sin grandes emociones, doméstica, rutinaria, jamás había pasado el umbral de lo prohibido.
Siempre estaba en ese mismo circulo: familia, amigos, sus hijos, su trabajo.
Aníbal era un ser verborrágico, con gran imaginación, a borbotones le salían los chistes más divertidos para animar las fiestas.
Era el alma vivaz de las reuniones y un sostén rocoso para su familia. Hoy la belleza de esa muchacha lo partió en dos, no
podía controlar sus impulsos, se desconocía.
Su esposa, Claudia, era buena compañera, hacia veinticinco años que estaban juntos. Ella nunca sorprendió con ideas o pensamientos brillantes, pero si les daba un amor profundo, constante y contenedor. Sus hijos se habían criado bien, al amparo del amor de esos padres.
Tenían medio siglo cada uno y se habían conocido a los catorce años, en la escuela secundaria. Mucho tiempo de idilio adolescente, amor de secretos compartidos, encuentros, enmiendas, remiendos. La pasión había cedido su lugar a la comprensión, el compañerismo y el entendimiento. Pero ¿qué había pasado con el bullir de la sangre, el salto en las venas que te hace balbucear palabras, transpirar de risa o de llanto y luego embriagarse con el licor inexplicable de la intimidad?. Todo eso estaba guardado en el desván, pronto a salir.
Se acercaba la hora, Aníbal hablaba a través de sus músculos, se ponía rígido, su boca entreabierta, sus piernas flojas, sus manos temblorosas, su voz entrecortada.
La vio venir, más majestuosa que otros días. Llevaba un vestido ceñido al cuerpo, color verde. Su talle imponente, sus piernas torneadas, sus senos (esos pétalos de rosas que él tanto ansiaba acariciar). Sin una palabra, la dejó pasar, luego un impulso lo hizo correr hacia ella, dejó su bicicleta y se acercó. Estaban bajo la copa frondosa de un árbol. Tembloroso le dijo: —Te veo todos los días, te sueño, ¡no puedo más!
Ella, moviendo sus espesas pestañas negras, le pinceló el rostro con el brillo metalizado de sus verdes, mientras el movimiento de su cabellera traía cantares de musas, y lo envolvían en un loco delirio. Ella no dijo nada, él perdió el control, se hundió en el espesor de esos cabellos y luego sobrevino el silencio.
Aníbal volvió a su casa pasadas las cero horas. Su esposa dormía. No tuvo que explicar nada.
Al día siguiente la rutina de las mañanas se inició. El desayuno, el horario de trabajo, las conversaciones. Claudia era docente, la mañana era la motivación perfecta y el reflejo fiel de sus enojos por las tareas mal remuneradas, por la conducta de los alumnos, el comportamiento de los padres y mas, mucho más. Sus hijos con sus vidas, llevaban todos sus anhelos y rencores a sus padres. Llamaban por teléfono uno o el otro. Ellos escuchaban sus voces se multiplicaban :
—mamá esto, mamá aquello, ¿papá me harías un favor?
Aníbal no escuchaba, sólo oía un murmullo, su mente voló hacia las seis de la tarde, pensó: “a esa hora viene mi recreo“.
Pasaron unos días , él todas las mañanas salía a trabajar con su bicicleta.. Era un día martes, el sonido del teléfono y una voz advirtió a Claudia de un accidente.
Su marido no volvería del trabajo, sólo una bicicleta destruida le dejaron en su casa.
* * *
En San Javier, nunca vieron a esa muchacha de cabellos negros y grandes ojos verdes pero todos los días a las seis de la tarde, un hombre de cabellos grises, sentado en una bicicleta de cuatro ruedas se quedaba bajo la copa del árbol elegido. Como un loco
enamorado, un delirante, un poeta, miraba el espacio, recorría en vuelo de cometa las flores y todos los matices de verde, pero las ansiadas esmeraldas no aparecían. Entonces, bajaba la cabeza y la tristeza lo cubría de tinieblas.
Claudia lo fue a buscar, como todas las tardes, le dijo:
—Vamos a casa, es casi de noche ¿Encontraste las esmeraldas…?
Los vecinos de San Javier, miraban alejarse a una mujer que llevaba en silla de ruedas a un hombre, mientras le decía:
—Ella hoy no pudo venir, mañana, vendrá, mañana ...
Se fue apagando la luz y agigantando el silencio. Se cubrió todo el espacio con la magia de sus sonidos, esperando la llegada de un nuevo día.
AZUNA

(Imagen bajada de internet)