PRELUDIO
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por Alejandra Correas Vázquez
La tarde estaba nublada y triste, pero quedaba una sonrisa. Sobre el horizonte se dibujó la figura del niño.
Una diversidad de nubes cubría el escenario de esa sierra. La roca de basalto extendíase junto al cauce del río. El niño fue bajando por la pendiente, mientras una brisa lenta, que circulada a su alrededor, iba atenuando la calidez de la piedra. Al fin, después de aquellos esfuerzos logró descender hasta la arena dorada de la playa serrana.
Y allí se mantuvo estático esperando con pasividad, mientras que la creciente turbulenta del Río San Antonio, amenguaba. El agua comenzó a aclararse, delineando al puente en sus contornos. Los automóviles estacionados en las cercanías iniciaron su marcha interrumpida, para atravesarlo.
Movimiento. Motores. Veraneantes. Regreso a la ciudad. Otoño. Abril. Luego el tránsito cesó.
El niño cubrió entonces sus pies con un calzado de plástico, para caminar por el barrizal del puente aún mojado, hasta llegar a la otra orilla. Volvió su cabeza hacia atrás por algunos momentos.
Y observó la orilla opuesta del río que dejara atrás suyo, y desde la cual había llegado. De su rostro comenzaba a caerle un velo desgastado, que tenía marcadas en el centro dos pupilas penetrantes y dilatadas. Claras. Abiertas. Ojos de infante. Ojos de antes. Pasóse con curiosidad la mano adulta sobre la cabeza y la cara, acariciando sus nuevas facciones.
Miró el último rayo del sol. Observaba aquella distancia adonde quedase su pasado. Extendió las manos ocultando con ellas al viejo horizonte crepuscular....
¡Era ya un hombre!... Y se encaminó hacia las tierras del exilio.
Moles rocosas de basalto ¡Tiempo de olvido!
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