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 ACUARELAS COLONIALES (NOVELA- Entrega 21)

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Alejandra Correas Vázquez
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Alejandra Correas Vázquez


Cantidad de envíos : 678
Fecha de inscripción : 07/10/2015

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MensajeTema: ACUARELAS COLONIALES (NOVELA- Entrega 21)   ACUARELAS COLONIALES (NOVELA- Entrega 21) Icon_minitimeJue Jul 30, 2020 5:51 pm

ACUARELAS  COLONIALES
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NOVELA
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por Alejandra Correas Vazquez
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EL  CONDOR

Acuarela Veinticuatro


La cabecera de nuestra mesa estaba presidida por mi padre y él realizaba, con su impasible serenidad la distribución y el servicio, mientras Ambrosio de pie, atrás suyo, alcanzaba los platos y llevaba las fuentes bajo las órdenes de Tobías. En la cocina Ramona, cucharón en mano y de pésimo humor, repartía las comidas y torturaba a todos, mientras los mimaba con su exquisita obra culinaria.

Mi padre inmutable a las discusiones que se originaban por el pasillo, y que iban de Ramona a Tobías y de Tobías a Ambrosio —mientras previamente ella ya nos había hecho a los niños sentar a la mesa con órdenes violentas— esperaba impaciente. Mi padre severo, erguido y solemne como siempre, exhibía su malabarismo de manos para llenar los platos y su habilidad hacía juego con aquella de la vieja india.

  El vocerío subía de tono desde el pasillo y la cocina, sin que él se diera por aludido. Y seguía impasible llenando los platos con su pose enigmática, que distribuía Ambrosio... Luego del infaltable rezo que él mismo dirigía.

Sus ausencias en estas ceremonias cotidianas, durante las prolongadas giras que él realizaba al Alto Perú, producían una laguna en nuestras vidas. Y más de una vez en ellas, mi madre quiso acallar a Ramona, debiendo  retirarse cabizbaja. Los viajes de nuestro padre producían un silencio triste, penoso. Una mesa sin diálogo. Sólo nuestras voces infantiles que aprovechaban ese espacio para manifestarse —dado que nuestro padre no permitía conversar a los menores en la mesa—  quebraba el peso de los recuerdos.

Era la mesa en conjunto -cuando estábamos todos reunidos con mi padre ausente-  un jolgorio de vida, donde las mujeres arrebatándose la palabra hablaban casi al unísono, Para enmudecer todas al mismo tiempo, cuando él llegaba... El, que silencioso y parco recorría los mismos caminos de su padre y su abuelo, en un tránsito inacabable y prolongado. Pero todos necesitábamos su presencia señorial, que traía la mudez absoluta.

Yo lo comprendí después, más tarde, cuando tú también te fuiste hacia la exótica y cautivante Chuquisaca, para recorrer esos célebres recintos universitarios. Visitar la Real Audiencia y retornar de Charcas hecho un hombre, de paso impactante y mirar altivo. Y quedé a mi vez, con nuestra elegancia y nuestro ornato, muy sola, en la alejada serranía, tan melancólica como ellas.

La mesa era rectangular, maciza, espléndida, y lucía toda su belleza de la selva guaranítica cuando en los veranos las tías puntanas nos acompañaban en la Merced. Las tías no eran individualidades. Eran como un racimo homogéneo de tres rostros semejantes, casi idénticos. Aparecían y desaparecían juntas, y no tenían nombre propio. Eran las Tías. Pero ellas, hermanas de nuestro padre, eran quizás más que nosotros mismos parte de estos valles, porque de aquí remontaron vuelo y era éste su verdadero nido, al que siempre retornaban anualmente. Ellas eran "Las Tías". Todo se concentraba en ese sólo nombre, que iluminaba el rostro de la abuela Inés —apagado siempre en su viudez prematura— tanto como aumentaba la natural alegría de la bisabuela Aurora, cuyo encanto limeño no había caducado nunca.

La mesa era ostentosa y en verano con los ventanales abiertos lucía su vajilla de plata y sus cortinados de Manila. Nuestro padre se colocaba en el extremo, imponente, hermoso con su rojiza barba, su rostro curtido por el aire de los caminos. Sus manos, habitualmente enguantadas para montar o viajar, se veían ahora muy blancas en la cabecera de la mesa.

Sobre su cabeza, contra el muro de piedra bola, estaba el símbolo que enmarcaba desde siempre aquella habitación: un Cóndor... de dos caras y alas extendidas repujado en una enorme placa de negro hierro. Esa evocación de las cumbres andinas estaba siempre allí, era nuestro “Kuntur” familiar, como la lengua quichua original lo llama.... Insólito... fiero guardián de dos cabezas. A su alrededor jugaban las leyendas familiares que se remontaban a tres generaciones atrás nuestro. El Condor nos llevaba de regreso por la sierra comechingona atravesando el Tucumán, subiendo al Alto Perú hasta arribar a la Lima, fragante y musical, desde donde antaño había partido, junto con la caravana. Con este mismo Kuntur guardado en el arcón de Aurora, que fue el recuerdo que le dieron sus remotos padres en la despedida, y ella contemplándolo los recordaba.

Pero no era un cóndor andino. No pertenecía a los Andes. Era aquella el águila bicéfala de la Casa de Austria que como emblema protector de nuestros monarcas, había tomado los caminos del Tucumán cubriendo las églogas familiares con heroicas leyendas. Provenía de la casa de un Virrey y era un recuerdo de Lima, como en muchas partes de estas campiñas cordobesas su símbolo alado regía la magia doméstica, de sus lejanos súbditos. Era el homenaje de aquéllos que por su voluntad escrita, generaciones atrás, nos habían depositado en los arroyos serranos, con su providencia benéfica para gozar de una cálida existencia que ennoblecía nuestras vidas.

El cóndor bicéfalo que había llegado a tierra sudamericana cruzando los mares y la salina grande, presidió la mesa de nuestro bisabuelo, del abuelo, de nuestro padre y algún día también presidiría la tuya. Y cada uno de nosotros viéndolo, igual que Aurora, recordaría a su propio padre. Como a la paternidad que no debe ser olvidada, y se fundirían sus imágines en una sola, mística, leal, imprecisable.

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