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 ACUARELAS COLONIALES (Novela - Duodécima Entrega)

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Alejandra Correas Vázquez
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Alejandra Correas Vázquez


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ACUARELAS  COLONIALES (Novela - Duodécima Entrega) Empty
MensajeTema: ACUARELAS COLONIALES (Novela - Duodécima Entrega)   ACUARELAS  COLONIALES (Novela - Duodécima Entrega) Icon_minitimeMiér Jul 22, 2020 5:49 pm

ACUARELAS  COLONIALES
.................................
NOVELA
...........
por Alejandra Correas Vazquez

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PROTOCOLO

Acuarela   Catorce


Zenón, nuestro capataz, altivo en su prestancia indohispana, llegaba con el alba aquellos días en que solicitaba hablar con nuestro padre. Después de la entrevista, que anunciaba ceremoniosamente Tobías, con gran protocolo —el cual no le dejaba transponer más allá del umbral de la puerta, mientras se apostaba celosamente en ella a espaldas de mi padre— Zenón volvía a partir.

Zenón se retiraba después de dar los “buenosdías y santas”. y giraba de inmediato sobre sus talones de botas relucientes. Rodeaba la casa por la galería para ingresar en la cocina, la cual estaba en la misma construcción por la parte de atrás, pero hallábase incomunicada con las habitaciones.

Ramona servíale durante los inviernos helados un mate con peperina ebulliciente. Y no fue difícil adivinar el interés de Zenón por la vieja india, cuya especie milenaria no tenía edad, ni se la conocíamos.

Zenón era ya adulto y su madurez se reflejaba ante todo, en la responsabilidad con que enfrentaba su tarea, infundiendo un respeto proverbial en toda la peonada.

Cuando nuestro tío Silvano se radicó en Arica, luego de desposarse en Charcas con una elegante chuquisaqueña (matrimonio que le abriría los caminos sociales del Alto Perú) le encargó a Zenón la vigilancia de su propio encargado. Era por tanto “el capataz del capataz” de una Merced, cuyo dueño llevaba diez años de ausencia, Y él debía además, preparar los cueros secos que mi padre se comprometió en hacerle llegar a Silvano, hasta el Mercado de Charcas, dentro de su comitiva. La doble responsabilidad recaía en Zenón.

Nunca él quiso aceptar un asiento al lado nuestro (como hacían en cambio los mulatos) cuando las mujeres en ausencia de mi padre mateábamos de siesta en la galería, al fresco del verano. Su protocolo que era parte de su orgullo, casi de su vanidad, de su recia apostura gauchesca, no pudo nunca ser violado por nosotras.

Sólo Hermenegildo entre los criollos, como patriarca tutelar de la Merced —quien nos había traído prácticamente al mundo— se tomaba estas atribuciones. Quizás fuera esto, porque la familia de los Cirilos y sus circunstancias mismas, antes de que nosotros naciéramos, era ya la suya propia.

Cuando el invierno arreciaba en la temporada de Julio, dando ese exótico esplendor al escenario serrano, que ante la ausencia de maleza y bosque, permite visualizar la extensa dimensión del paisaje... Cuando la mirada se evade perdiéndose en la lontananza, como si el telón descorrido hiciera más grandiosa la obra de la naturaleza, de pronto todo cambiaba en nuestras costumbres diarias. En esas mañanas fulgurantes de escarcha y sol, luminosas y heladas, bellas hasta el infinito para la contemplación, nosotros, los niños, éramos obligados a jugar en la espaciosa cocina hasta media mañana.

A esa hora venía a buscarte nuestro padre a la cocina, y de pie, frente a la puerta y sin entrar, llamaba a Tobías para que te vistiese. El cual remolón y regordete, se acercaba hasta el dintel de la puerta con la misma ceremonia anterior, con el mismo protocolo (como cuando evitaba que Zenón entrase en la casa) y del mismo modo, ahora nuestro padre tampoco podía transponer la puerta de la cocina, que era su feudo.

Tobías te preparaba para que salieras a montar con él. El encanto del día helado y asoleado se abría para ti, con la emoción de acompañar a nuestro padre en sus recorridos, jineteando. La naturaleza húmeda aún, con la escarcha recién derretida, parecía fragmentar en cien luces la claridad del sol proyectada sobre la tierra y los pastos secos.

Tobías te entregaba como un presente al cual había custodiado con gala, arropándote en un poncho de vicuña, que parecía más grande que tu persona. Con la misma ceremonia anterior despedía a ambos, sin alterar en nada su protocolo, custodiando la puerta de aquella cocina grande como una sala, de techo hollinado, de la cual el mulatón sentíase su vigía, y cuyo recinto no podía ser violado por nuestro padre.

Ese era nuestro privilegio. Un privilegio de la infancia. Los niños de la casa, sí en cambio, podíamos gozar la tibieza de aquella cocina invernal. Un don de protección y amparo dentro de aquella familia patriarcal. Allí en las madrugadas heladas la leche hirviente con mazamorra, tenía en esa atmósfera impregnada de carbón y peperina, un sabor especial, envolvente. Más tibio que nunca, porque allí estábamos los dos hermanos junto con Micaela, Ramona, Tobías y el mulatillo Ambrosio.

Pero teníamos también allí nuestras tareas, las cuales nos parecían bastante aburridas. Rallar los choclos para hacer la Humita, exquisita siempre. Espesar la mazamorra con paciencia, golpeando el fondo de la gran olla de hierro negro con una maza de madera. Revolver el dulce de leche mezclando con “chuño”, para que adquiriese espesor sin alterar el gusto. Y en los veranos cuando se cocían los dulces de frutas, cortar en pedazos muy pequeños : damascos, duraznos, higos, tunas para las riquísimas mermeladas. Subida a una banqueta yo fui allí, una eficiente ayudante de cocina y repostería.

Y ciertos días también estábamos en la cocina con Zenón. Su presencia era bien notoria en esa larga mesa de la cocina, pues Ramona sentábalo (también protocolarmente) a la cabecera de la misma. Imponente y duro, erguido e inconquistable, nos producía fascinación. Severo sobre todo con nosotros los niños, quienes le recordábamos a sus rebeldes boyeritos. Aquéllos que colmaban su paciencia y de quienes no podía prescindir dentro del múltiple movimiento existente en la Merced.

Gervasio, en el esplendor de su vida no era de nuestra tertulia. Pues inseparable de mi padre, casi como un tutor y consejero —al ser su guardaespaldas con pistola al cinto, y además su escribiente de elegante caligrafía— tenían entre ambos una combinación distinta. Se encerraban los dos a ese horario del amanecer con bracero y mate, y el protocolo, a puertas cerradas, debía ser nulo. Ya que el mulatón nunca vino a desayunarse en la cocina. Sólo guardaba Gervasio todo ese protocolo al dirigirse a mi padre, frente a las mujeres de la casa, como mi madre, tías, abuela, bisabuela.

Pero era entre todos ellos Zenón, criollo, gaucho y con un dejo de indio. Con su prestancia de capataz señorial muy remarcada. Orgulloso y altivo en todo momento. Era él, la personalidad más fascinante que se nos ofrecía dentro de aquella cocina.

Un Hidalgo español y un Orejón incaico, parecían fundirse en su amalgama, para entonar un cántico heroico. Porque daba la imagen de un paladín que hubiese atravesado horizontes para reunirse con su dama. La dama era Ramona, espigada, seca, enjuta, hermosa ... india.

Nuestro capataz actuaba con ella, cual Amadís de Gaula buscando a la bella Oriana.

Pero Zenón no tuvo suerte. Ramona estaba adherida con fuerza a esa cocina, una habitación cálida y embriagada de perfumes silvestres. Pertenecía a ese centro vital de nuestra casa. Un ambiente cuasi social, como núcleo vívido dominado por ella misma, que le daba la fuerza y el apego a la tierra, porque provenía de ella, de su antigua historia.

Era aquella magnitud soberbia, aquella fuerza de tiempo, lo que sin duda Zenón buscaba siempre en los mates de la vieja india, sin ningún resultado. Y todos nosotros que nos sobrecogíamos de perderla, la seguimos conservando hasta el final, con su tiranía y sus gritos asombrosos, que formaron siempre parte de nuestro colorido mundo familiar.

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