Oíd mortales

Llegaba al final del andén de la estación Tribunales cuando oí el grito: ¡Oigan todos! Había sido un hombre de mediana edad, robusto, de irremediable calvicie, que señalaba a una mujer echada sobre un colchón; a la altura de su pecho izquierdo asomaba, envuelta en mantas deshilachadas, la cabeza de una criatura. ¡Oigan todos! Recordé haberme topado con ella nada más bajé del vagón. En realidad sólo vi su brazo extendido a la dádiva antes de escapar con la mirada hacia las golosinas del kiosco, hacía la publicidad de un perfume, la franja amarilla que divide el suelo. Escuché que me dijo, nos dijo a todos los que caminábamos al borde de la inconsciencia, con una voz domada, erosionada por la repetición: "No tiene una moneda para darle de comer a mi familia". Habló así, entre la pregunta y la certeza. Seguí, sabiendo que en instantes ya no recordaría nada, virtud de mi mente y su disciplinada indiferencia; y en efecto olvidé su voz, su mano en forma de cuenco, la cabeza de la criatura que se confundía con el busto, olvidé la postura derrotada que acaso reconocí de soslayo antes de escapar con los ojos hacia figuras más confortables. ¡Oigan todos! El grito me obligó a girar —pienso que somos capaces de desentendernos de todo menos un espectáculo inminente—, a mí, al mundo, y veo cómo la mujer se encoge sobre sí misma ante el dedo acusador, cómo se aferra a la criatura con ambas manos, y aunque sus labios no se mueven, todavía se oye la voz, la misma oración de tono monocorde. ¡Oigan todos!, dijo el hombre, ¡está usando un grabador! La gente se acercó, yo me acerqué. Los que bajaban de los vagones estiraban el cuello hacia la multitud que ya rodeaba la escena. De pronto me encontraba atorado entre indecibles personas, presenciando la secuencia con una pasividad, con una indolencia que no por conocida dejó de sorprenderme. Tras un breve forcejeo, el hombre le arrebató el aparato y, después de corroborar ante el auditorio que repetía la misma oración a intervalos de cinco segundos, lo arrojó contra la pared húmeda del subterráneo, al otro lado de las vías. Entonces ni el llanto de la criatura ni el gimoteo de la madre se oyeron en medio del barullo hostil. ¡Deshonrosa! Le gritaban. ¡Indecorosa! ¡Ventajera! Habían empezado a tironear de ella, del bebé, a romperle la vestimenta, pero se detuvieron tan pronto la escucharon pedir una moneda para darle de comer a la familia; la voz crispada, enferma, casi delirante. Sus rostros recuperaron la expresión ausente. En seguida se dispersaron, dejaron caer algunas monedas, algún billete arrugado, y retornaron la senda siempre presurosa de sus destinos. Sin darme cuenta quedé solo frente a ella, y al ver su mano extendida a la dádiva escapé con la mirada hacia las golosinas del kiosko, a la publicidad del perfume, hacia la franja amarilla en el suelo que desembocaba en la escalera mecánica.

Reacción insolente de impávidos transeúntes ante la cruda realidad de un ser que sufre.
MUY BUENO!!
Shalom amigazo

Uhhh. que triste, y más triste aun después de ver a tantas personas en situación de calle. No alcanza con la moneda que les demos. No alcanza.

Creo que es un lienzo que se repite en cada ciudad y a cada momento.

Cuánta fuerza en su manera de narrar que deja al lector con la escena en su mente, qué tristeza, qué dolor.

Gracias por compartir.