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 LA TOTINA

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Vandolero
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MensajeTema: LA TOTINA   LA TOTINA Icon_minitimeDom Jul 30, 2017 12:53 am

LA TOTINA

Mi amigo Juan siempre fue un apasionado de la Filosofía, pero aquella noche, en la que discutíamos el idealismo de Berkeley y que si el sabor de la manzana estaba en el contacto con la boca o en ella misma, surgió el deseo mío de que me contara los detalles de su reciente internación hospitalaria. Trataré de reproducir lo mejor que pueda su relato. Espero, amigo lector, no se exalte por el vocabulario y los trajines de Juan que, a pesar de todo, es una gran persona.

Nuestro héroe comenzó el relato de la siguiente manera:

       Las enormes nalgas de la Totina dificultaban la penetración desde atrás. Mi verga no estaba preparada para esos menesteres, se necesitaba un falo acromegálico, y más aún cuando el lugar de la follada era un baño de un metro cuadrado. Al final, decidí soportar su peso, sentado en el inodoro y ella cabalgándome con su innata brutalidad.
         Antes de salir del sucucho, nos limpiamos con el papel seca manos que encontramos en el cesto de la basura, pues ya no quedaba nada en el rollo y había que improvisar. La Totina enterró una mano empapelada en su vagina para secar mi voluminosa eyaculación mezclada con sus propios fluidos. Se levantó los calzones, acomodó su diminuta falda y arregló su pelo frente al espejo. Yo hice lo mismo, sólo que la mezcla de flujo y semen me llegaba hasta el culo y tuve que hurgar bien al fondo del tacho para hallar un trozo de papel medianamente limpio. Salimos del baño y jugamos un par de fichas más en las máquinas del casino, pero eran las tres de la mañana y la timba se cortaba a las tres y media. Decidimos ir a tomar algo fuerte al bar que quedaba a una cuadra. En el camino, la Totina me apretujó contra un árbol, se bajó el amplio escote y me convidó a chuparle las tetas. Eran enormes, al igual que sus pezones, los cuales me recordaban a bornes de batería de automóvil. No me alcanzaba la lengua ni las manos para abarcar unas tetas como dos globos terráqueos. Seguimos caminando y sonó el celular de ella: era su marido, el cual la llamaba desde el límite con San Luis, a unos cien kilómetros. Al parecer, había tenido que abandonar unos viajes y se regresaba antes de tiempo, algo común en el oficio del camionero. La Totina le dijo que lo esperaría en casa, que lo amaba y desayunarían juntos con unos mates. Acto seguido, me observó y me dijo: “con vos no he terminado todavía…”.
         Aquella gorda libidinosa me calentaba, para lo cual aun no encuentro explicación convincente. Mi mujer era mucho más atractiva, pero en la misma medida era fría como el hielo. Como sea que fuere, la gorda tenía sus atributos y desbordaba voluptuosidad, pues sus enormes carnes tenían la virtud de conservar una forma deliciosa. Por eso, encontré en la Totina el medio perfecto para hacer realidad mis fantasías, desde aquel día lluvioso, cuando la invité a subir a mi auto mientras esperaba el colectivo.
         En el bar empezó el juego de siempre. Me manoseaba el bulto mientras me cubría de sugilaciones el cuello, cruzaba sus carnosas piernas para dejar a la vista aquel muslo blanco, terso y enorme. Me hablaba al oído con voz de puta, me mojaba la oreja con la lengua y mi verga comenzaba a comprender el juego. Cuando yo intentaba tocarla, ella me retiraba las manos. Se hacía la difícil. La realidad era que le encantaba sentirse ultrajada. Un rato más tarde, la gorda partió rumbo al baño, pero yo estaba seguro de que no era para orinar, sino para escrutar el lugar y decidir si era propicio para coger otra vez. Me mandó un mensaje de texto, me decía que estaba sin bombacha y que estaba tan mojada como cuando entramos al casino. Me levanté y me dirigí al baño a paso firme, dispuesto a cualquier perversidad. Estaba en uno de los cubículos individuales, el cual, para nuestra felicidad, no tenía inodoro, pero sí una silla y otros objetos de albañilería que luego tiramos a la mierda hacia el baño aledaño. Sólo dejamos la silla, ella se sentó y me invitó a lamerle la concha. Al poco tiempo sus gemidos se hicieron más notorios, por lo que tuve que pedirle que cerrara el hocico. Luego del primer orgasmo de ella, cambiamos posiciones y otra vez su peso haciendo estragos en mis muslos y cadera. Al rato, ahogándome en el mar de carne de sus tetas, eyaculé hasta las penas y el alma, mientras que la gorda apretaba mis brazos enloquecida por un nuevo orgasmo. Así, transpirados, alcoholizados y abrazados en un baño clausurado, la paz se diluyó en aquella atmósfera de alientos y olor a sexo.

         —¡Totina!, ¡Totina!, ¿¡dónde estás gorda hija de puta!? —se oyó una voz varonil que venía desde el salón.
         —¡Es Rubén!, ¡Es Rubén! —exclamó la gorda mientras nos vestíamos con premura.
         —Salí vos sola, yo me quedo escondido acá —le dije con la esperanza de que así no nos descubrirían.

         Pero las cosas no salieron como deseábamos. Rubén, el marido de la gorda, había mentido, en realidad estaba estacionado con su camión a pocas cuadras de su casa, desde donde hizo la llamada y la Totina le dijo que estaba durmiendo y que lo esperaría con el desayuno. Al tipo le hirvió la sangre al llegar a su casa y no encontrar a su mujer, así que salió como un toro embravecido a buscarla. No sé cómo mierda nos halló, seguro algún boca de ganso le tiró el dato. Alguna vecina metida y alcahueta quizás.

         — ¡Sé que estás ahí, salí o te saco de las mechas! —gritó el marido con la sangre hirviendo.
         —Acá estoy, mi amor, no te pongas así —le dijo la gorda y, antes de atravesar la puerta principal del baño, sus pelos se convirtieron en una agarradera por las manos de Rubén, el cual la arrastró hasta la vereda en medio de mil puteadas.

         Yo estaba en silencio, sentado en aquella silla roñosa, salpicada con pintura, cemento y orina. Pero la posibilidad de no ser descubierto no duraría mucho tiempo. Y era de imaginarse, la calentura del tipo evidenciaba que su molestia se debía a algo más que a una mentira telefónica. Por eso, al dejar a la gorda llorando afuera, se vino directo al baño, abrió la puerta del sucucho y me encaró.

         — ¿Vos sos el que se coge a mi mujer?, te voy a arrancar la cabeza, así que te espero afuera, si es que sos tan macho, hijo de puta —amenazó el tipo mientras yo permanecía inmutable, apreciando la coloración rojiza de la pelada y sus enormes orejas.

         Durante unos segundos pensé. En principio entendí que no valía la pena pelear por la gorda, era sólo un objeto de fantasías sexuales, pero había sido retado y si no salía sería tomado por cobarde. Luego analicé: si salía a cagarme a trompadas con aquel oso, no terminaría ileso y, además, estaba la posibilidad de que algún conocido me viera en semejante conflicto putañero. Como sea, decidí salir y enfrentar mi suerte.
         Al atravesar el salón, todos los parroquianos me observaban desde sus mesas. Algunos levantaban la copa en un gesto de apoyo, otros me insultaban, otros me extendían el vaso para beber un sorbo de coraje. Junto a mí salió una gran cantidad de borrachos; unos hablaban, especulaban un resultado y hasta apostaban, obviamente por el oso que se había llevado a la gorda.
         Para mi sorpresa y, para mi desdicha, una rubia en camisón le acercaba un vaso de agua a la gorda en ademán de consuelo. Era mi mujer, la cual nunca supe cómo se enteró de la situación y cómo hace la información para diseminarse tan rápido, al igual que las personas para moverse y dar con el lugar exacto. Luego de consolar a la gorda, se me vino y me desenroscó la cabeza de una cachetada certera y felina, se dio la vuelta y se fue, no sin antes decirme que no volviera a casa. El marido de la gorda aguardaba su turno, moviendo la cabeza de un lado a otro al igual que los osos del zoológico. Parecía algo borracho, entonces pensé que probablemente sus golpes no serían certeros y yo podía meter alguna mano que lo aliviara. Me observó con odio de pies a cabeza, creí ver que sus ojos estaban rojos, como los de un demonio de gran cornamenta, según imaginé en ese instante. Se me vino encima como un tren de carga, yo giré y pasó de largo al mismo tiempo en que uno de mis puños se estrelló en su grasienta nuca. Cayó al suelo por la inercia, pero se levantó como un rayo y sacó del cinto un revólver. Me apuntó, le apuntó a su mujer, luego a los parroquianos. Después se echó a llorar con amargura. Me acerqué hacia él con lentitud mientras un escalofrío me recorría la espalda. Escuché un disparo, luego sentí frio, sentí el aire que secaba mis gotas de sudor, luego un líquido caliente me mojaba el abdomen, observé hacia todas las direcciones y la vida entera me pasó por la mente. Vi a todos de costado, no podía oír sus voces, me costaba respirar, hasta que me desmayé.

        Epílogo:

         En el hospital

         Estaba haciendo un esfuerzo enorme, parecía que caería al precipicio, pero mis manos, mis dientes, mis piernas, se aferraban a aquella superficie tersa, resbaladiza y blanda como un gran culo. Estaba trepando por una grieta vertical, entre dos enormes monumentos de hule, según lo que pude apreciar. Luego todo se movía, volvía el miedo de caer y me agitaba, y otras vez el movimiento, ya no podía sujetar mi cuerpo a la superficie, entonces caí, pero algo tomé en el aire, algo duro, oscuro y cilíndrico, lo cual parecía contrastar con el fondo claro de los dos monumentos. Unos instantes después, mi brazo se estaba cansando, abajo estaba el precipicio, y muy cerca la muerte inminente. Decidí soltarme y morir, estaba cansado de todo, hasta de la vida. Entonces, algo o alguien me salvó…
         Desperté. Estaba tendido en una cama, pero no podía observar nada, pues dos enormes pechos jugueteaban en mi cara. Luego sentí un placer exquisito, una puntada en la verga me anunciaba un orgasmo delicioso. Sí, la gorda, no podía ser nadie más degenerado que aquel obeso engendro para esperar que saliera mi mujer y entrar a manosearme en el hospital.

         —Hola, papito, soy tu nueva enfermera —dijo la gorda con cara de puta mientras me limpiaba el semen.
         —Tu mujer no tarda en venir, espero que te haya gustado este regalo. Cuando salgas, mi amado Juancito, vamos a tomar más recaudos en nuestras aventuras sexuales.
         — ¡Estás loca, gorda degenerada! —pero aun así, sentí aquella incurable e inexplicable atracción.
         —Disculpá, no quise… andate, antes de que llegue mi mujer.

         Dicho esto, la gorda me dio un beso de lengua y desapareció de la sala. Cuando entró mi mujer, a los pocos minutos, se echó a llorar sobre mí. Me pidió mil veces perdón por haber dudado de mí, me dijo que me amaba y que jamás me dejaría solo… Al parecer, uno de los parroquianos del bar había sido Néstor, un amigo al que no vi esa noche pero que debía estar conmigo en el asado de todos los viernes, aquellos que hacíamos desde hacía mil años en el club Regatas. Cuando me hospitalizaron, se llevaron a Rubén en cana, luego le dieron cinco años por intento de homicidio. Yo salí absuelto de toda culpa, pues el relato de Néstor convenció a la policía y a mi mujer: “Estábamos con mi amigo en el bar cuando un tipo fornido entró y sacó a esa mujer gorda de los pelos. Luego mi amigo, en un acto heroico, salió a defenderla y recibió un disparo”. Los demás testigos se abstuvieron de declarar, pues Rubén no era muy amando en el barrio y la declaración de Néstor era la que cualquiera hubiese hecho. Los demás, sólo se enteraron del pleito al escuchar el disparo, el trago había sido más importante que ver a dos infelices peleando por una gorda.
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