Ana, mientras viajaba en taxi rumbo a la casa de Sebastián, iba saboreando de antemano la noche que le esperaba.
Una sonrisa pícara asomaba a sus labios. Cerró los ojos rememorando el ritual de los encuentros. Después de un montón de años, sentía la misma agitación cada vez que planeaban pasar la noche juntos.
Llevaba frutas y flores… jazmines, los preferidos de Sebastián. Los pondría en un florero sobre la mesa de luz. Hacer el amor con ese perfume como marco, agregaba sensualidad.
Esa noche él había propuesto encargarse de la cena, lo que Ana agradecía, ya que había estado trabajando hasta las “tantas” y estaba cansada.
Un hombre que cocina es un tesoro, se decía.
Ella se encargaría de la ensalada de fruta. Mientras cocinaban, comenzaría el prólogo de la noche de amor, rozándose sutilmente -como sin intención- al trajinar en la cocina. Repetirían los mismos apodos y frases que sólo tenían sentido para ellos, en el ambiente de complicidad de la pareja. Cualquiera que los oyera, pensaría que eran dos retrasados mentales, pero esas alusiones encendían la llama.
Además de que cocinaba mejor que ella, Sebastián era hermoso, fuerte, inteligente y sensible.
[i]Si tuviera que vivir en una isla desierta, no me haría falta nada con él a mi lado. Nunca me aburriría, pensó.
Se había enamorado de él en cuanto lo vio.
Recordaba el primer pensamiento que le vino a la mente. El llevaba los dos primeros botones de la camisa desprendidos. Debajo, se alcanzaba a ver su tersa piel bronceada y una cadenita de oro.
¡Qué ganas de morderle el cuello!
No hubiera podido hacerlo, ya que estaban en la misma habitación su jefe y la mayoría de sus compañeros. Además, el pobre hubiera salido corriendo despavorido, preguntándose cómo una loca como ella podía andar suelta.
Le había llevado algo de tiempo conquistarlo, pero saberse deseado es el mejor afrodisíaco. Muy pronto él comenzó a darle sutiles indicios de que no le resultaba indiferente, elemento indispensable para desplegar su arsenal de seducción.
¡Ay, la gloriosa etapa de la conquista! ¡La adrenalina circulando a mil!
No había nada que se comparara a esa sensación, esa efervescencia interior que la hacía levitar. Ni siquiera alcanzar la meta era tan excitante como la preparación mental y física que demandaba la conquista.
Sentirse de ese modo… ¡Eso era vida!
Hasta el espejo, ¡el muy cómplice!, le devolvía una imagen idealizada. Se veía linda porque él la hacía sentir así… una diosa. La certeza de que le gustaba hacía que irradiara cierta luz que la embellecía. No hay nada que eleve más la autoestima que sentirse deseado… y eso se transmite.
Todos los sentidos se exacerbaban, escuchar sus pasos pausados acercándose, su olor natural, el tacto de su piel, su sabor… todo hacía que se estremeciera y se le acelerara el pulso.
En conversaciones con sus amigas, se había enterado de que para algunas ir a un hotel con su pareja o ver películas pornográficas les resultaba afrodisíaco.
Ella detestaba los hoteles, donde los empleados -hombres, al fin– la ignoraban como si fuera transparente o llevara una burka. Sólo se dirigían al hombre, se supone que por discreción, aunque ella opinaba que era machismo puro y duro. Cuando los recibía una mujer, el trato era diferente.
¡Y las películas pornográficas ! Eran como una demostración gimnástica, sin la mínima expresión de emoción... ¡se veía el aburrimiento en el rostro de los malos actores!
Imaginaba los diálogos: “Ahora tu arriba ¡No, muévete que así tapas mi cara!¡esos tacos alfiler me están lastimando! ¡Trata de no meterme esa peluca asquerosa en la boca!”
Ana era de la vieja escuela, sin sentimientos de por medio no se planteaba una relación sexual. Pensaba que si no se involucraba el alma, el resto era pura acrobacia.
El taxista la sacó de su ensoñación.
-Cincuenta y nueve fichas, ciento setenta pesos.
-Así está bien- dijo mientras le alcanzaba un papel de doscientos pesos y salía del auto.
No solía dejar tanta propina, pero no estaba dispuesta a perder un sólo segundo en esperar el vuelto.
Aspiró la brisa que venía del mar, llena de energía, antes de abrir la puerta de calle. Un suave aroma a mariscos salía de la cocina.
Dicen que los mariscos son afrodisíacos… ¡ inventos !¿quién los necesita?-pensó mientras cerraba la puerta que los separaba del resto del mundo.