Mis ojos no pueden dejar de observar tu rostro, se embelesan, se recrean, juegan junto a las gotas de agua que se deslizan por tu frente para seguir bajando lentamente, pasando junto a tu sonrisa para acabar perdiéndose en tu camisa blanca de flores bordadas, de gris blanquecino, de hilo de seda.
Tengo celos, por un momento me quedo azorado pensando en el recorrido de la dulce lágrima de cielo, del rastro dejado por ella bajo la blanca tela, imagino tu piel erizada por el contraste de su fría alma por su lento pasar, por su afán de poder acariciar lo que yo tanto deseo. Me inclino hacia ti y beso tus labios húmedos, reclamo parte de mi consuelo, reclamo ser más que una simple lagrima…
Me sacas de mi letargo, coges mi mano y tiras de ella para que adelante mi paso y camine hacia ese lugar prometido junto a ti… me hablas, yo escucho, una calma enorme me abrasa y por un momento no existe nada sólo tú y yo cogidos de la mano avanzando junto a gigantes hojudos escapados de un sueño, tu olor se entremezcla con olor a tierra mojada.
Cierro los ojos y por un momento huelo a ti, a cabellos mojados de perfume de azahar…
De repente, ante mí, descubro la imponente puerta de vieja madera labrada por manos capaces enmarcada entre dos torreones de vigía, donde el viento anuncia nuestra llegada con voz de antaño. No puedo más que retroceder en el tiempo y sentirme caballero al tener a mi lado a tan bella dama… “¡ha de la torre! Dejen paso al caballero y su reina”…
Veo en su interior el tiempo en sus paredes, sus habitaciones contiguas hasta llegar al salón comedor junto a una chimenea que hace a las veces de cocina. Tú no dejas de hablarme eufórica, sobre la casa, sus historias, me instas a escuchar su música orquestada desde el exterior por un gran árbol director de toda la naturaleza circundante. Yo noto una tirantes en mi rostro, ¿una sonrisa? me pregunto… ¿Cuánto tiempo hace qué no dibujo ni una mueca?, y te miro, y entiendo, veo tus ojos y mi reflejo en el profundo de ellos…
- Acompáñame - me dices - seremos testigos de tan maravillosa obra.
Me introduces en una alcoba rodeada de un viejo camastro, nos sentamos en él y señalando me muestras lo que se ve por la gran ventana. Otra vez hablas deprisa, entusiasmada, describes todo lo que vez como si mis ojos estuvieran cegados; pero… permanecen fijos en ti, admirando tanta belleza, tanta vitalidad, tanta esperanza, tantas ilusiones, deseando formar parte… aun sólo fuera una pequeña parte de tu vida.
Te levantas dirigiendo tus pasos a un baúl olvidado, te inclinas, levantas su pesada tapa y extraes de él una gran sabana blanca. Me miras y tus mejillas se sonrojan, mi cuerpo late, suplica, extiendes la manta sobre el camastro y sin decir nada comienzas a desabrochar uno a uno, sin prisa, los botones de tu camisa dejando ver partes de ti. Te pido que dejes caer la ropa al suelo y te eternices de pie frente a mí… tengo enfrente tu cuerpo y no me atrevo a tocarlo por miedo a perder la magia del momento, la magia que me envuelve y empequeñece ante ti.
Recuerdo los versos del poeta:
“eres diosa de mi alma y lujuria de mi cuerpo”