RAIZ

Despertó esa mañana y se sintió como si tuviera un hueco en medio del cuerpo, el día le estalló en los ojos, diminutas agujas de luminosidad se le metieron por los poros, y ahí, en medio del hueco, le explotaron sobre los jugos gástricos, sobre el vacío del hambre, sobre la sensación de no saber si se está vivo, si se está muerto, si en lugar de brazos, sé tienen ramas, sé tienen raíces, ese vacío de no saber si sé es un hombre tembloroso de miedo y de frío o si sé es un árbol deshidratado, mecido por el viento.
El cielo amaneció sucio, lleno de gatos, de pisadas, de ruidos de motor, de turbinas apestosas a diésel, un cielo surcado de aviones y de pájaros. Un cielo que amenazaba con caerse, con derretirse, con llover y acabar por romper el día. Un cielo frío, un frió estúpido y vivo, vívidamente estúpido, un frío que se le pegaba a las tripas y le trepaba por la garganta y le congelaba las palabras y los mocos, le congelaba los dientes y los lagos sucios que contenía dentro de sus ojos.
Vivir cerca del aeropuerto era vivir siempre con un temblor de huesos, y era no saber si sé temblaba de frío o de miedo o por el motor del 727 que salía cada martes o domingo a las 07:45 a.m. con destino tal vez a Hong Kong, con destino directo al cielo, con un destino lejos de la suciedad y del tedio, un destino mas allá de donde los días rotos se mecían en el horizonte, mas allá de donde las horas espesas se escurrían dolorosas entre los pliegues aguados de la derrota. Un destino montado con alas, impulsado a propulsión, un destino palpable entre las nubes. El cielo. Hong Kong. Lejos. Lejos. Lejos. Lejos. Temblor. Temblor. Temblor. Destino. Destino. Desatino. Desatino. Temblor.
El estomago vacío y frío, un hueco en medio del pecho, el invierno instalado en toda la jeta, palabras estúpidas, pájaros estúpidos, dientes sucios, aviones y destinos. Nada tenia sentido. Todo podía sentirse, podía olerse, la memoria estaba contenida en la nariz, en los olores prófugos de las seis de la mañana, en los olores mezclados de las babas y los sudores, la memoria se encontraba en el olor a pan rancio, en el olor a labial, el olor a besos. La memoria triste estaba reflejada y desperdigada en el vientecito frío de la mañana.
Capturó el sabor de la mañana con sus papilas gustativas sujetas entre sus ramas, masticó el sabor matutino de los rayos solares agujerándole la piel y la corteza. Astillándole el corazón y los huesos. Esa mañana todo lo que conocía ya había desaparecido o había perdido importancia. Ahora era un árbol. Conocía el lenguaje secreto de las flores y anidaba en su corazón millones de pájaros, millones de larvas, de termitas, de abejas. Era un árbol muerto infestado de plagas, un árbol seco y triste. Por eso sus pasos eran inseguros, sus movimientos eran torpes. Ya en sus ojos se estaba desarrollando la fotosíntesis, su mirada era verde pálido, un tanto vaga, divagante, como si de pronto mirase cosas que no estaban ahí, había un dejo de sorpresa en ella, también la estupidez propia de los excesos y un tanto de sonsera, había en ella reflejos amargos de besos añejos, el recuerdo de otros labios, de otros tiempos, el reflejo de las palabras, destellos, espasmos leves contenidos en el calor de otros cuerpos.




(historia en dos partes o quizá tres, está es la primera)

Me gustó el estilo de tu relato Saoul. Espero las otras partes. Saludos,
José