EL REMITO
Con el peso de que curriculum piensa usted sacarme del medio? Yo realizo este trabajo desde hace treinta años, Con solo recurrir a mi memoria puedo contarle a quien quiera paso a paso la historia de esta empresa, no necesito para eso de ordenadores ni archivos de ningún tipo.
Sepa usted jovencito que estoy tras este mostrador desde el primer día en que el señor Figueroa fundó la compañía, aún recuerdo sus palabras un tiempo antes de partir al otro mundo, cuando con una mano en el hombro me dijo -señor Iorino, es usted un pilar incuestionable de esta empresa, no me equivoqué el día que lo elegí para su puesto- y agregó -Yo prontamente tendré que retirarme, la sangre nueva viene empujando-
Yo permanecía callado, escuchando sus palabras y esperando entregarle el paquete como lo hacía todas las semanas. Cuando sellaba el remito siempre me despedía con un saludo simpático.
El señor Iorino era un hombre alto, de pelo y bigote recortados con extrema prolijidad, sus camisas y corbatas lucían inmaculadas y su voz al tiempo que sonaba segura era agradable.
Ese día estaba desencajado, con el ceño fruncido y exasperado, nunca lo había visto así.
La situación me resultaba incomoda, no sabía que hacer para pasar desapercibido. Después de mirar las fotos de los nietos que tenía en un costado, saqué la agenda y me zambullí en el sillón de espera.
Iorino en su verborragia recorría el espinel de la fábrica nombrando su funcionamiento, los sistemas alternativos, hablaba de los balances, de su asistencia perfecta y de un montón de otras cosas.
Pienso que el hombre que con papel en mano lo escuchaba se sentía apabullado, por lo menos así lo demostraba la expresión de sus ojos y mientras Iorino gesticulaba y vomitaba bronca, me dediqué a observar el aspecto de aquel joven.
También era alto, el cabello lo tenía recogido y con colita que partía de una banda elástica color celeste, su atuendo era una descolorida campera de jean, un pantalón camuflado y lleno de bolsillos, mochila verde loro y el calzado que usaba me hizo recordar a las gomas pantaneras de los tractores, en el cuello se le veían auriculares de no sé que aparato que llevaba encajado en el cinturón.
No podía esperar más, aún tenía gran parte del reparto en la camioneta, decidí entonces depositar el paquete en el mostrador y sellarme yo mismo el remito, noté que el señor Iorino de reojo y sin palabras siguió mi accionar.
Salí presuroso del lugar y fui en busca de la camioneta estacionada en la esquina. Cuando pasé frente a la fábrica, pude ver a aquel joven subir a una moto y sin casco partir velozmente.
Era la última semana del año y como siempre debería pasar por Llanos S.A. a dejar el envío. Con seguridad el señor Iorino me entregaría el habitual pan dulce de años anteriores.
En la oficina no había quien me reciba el paquete, un rato después apareció ese muchacho con los auriculares en los oídos y selló el remito, no contestó mi saludo de despedida, seguramente no me había escuchado.
El guardia de la entrada me dijo que aquella tarde Iorino sufrió una descompensación cardíaca que dos días más tarde lo llevó a la muerte.
Desde ese día, todas las mañanas temo encontrar al nuevo chofér al pie de la camioneta.
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