El Entregador I

Primera Noche

Desde que nos enteramos en aquella mañana de abril de 1977 que habían estado la noche anterior en la casa del flaco Carrasco, llevándoselo a la rastra pese al llanto y la imploración de su madre, éramos un manojo de nervios. Nos reunimos en el garage de mi casa después del almuerzo para decidir que hacer de allí en adelante.
Era claro que teníamos que borrarnos de nuestros círculos y contactos habituales. Había que desaparecer por un tiempo indefinido, o arriesgarse a caer en sus manos y sufrir el destino que el sadismo del oficial a cargo en ese momento creyera conveniente. Con suerte una ejecución sumaria y limpia. Sin ella, torturas horribles de una creatividad morbosamente asombrosa.
Nos separamos alrededor de las 3 de la tarde, dividiéndonos en dúos y decicimos cortar toda comunicación entre nosotros a partir de ese momento. Cada pareja por su lado y librada a su propia suerte. A mi me tocó Ramiro con quien, una vez solos, debimos decidir adonde buscaríamos refugio.
Ya sabíamos que el modus operandi de la inteligencia de los bichos verdes, los militares del ejército argentino, favorecía el allanamiento inmediato de las casas de los familiares más cercanos, las novias o novios y los amigos mas íntimos de los objetivos. Por lo que, después de sopesar nuestras posibilidades y a falta de una mejor opción, decidimos probar suerte donde menos se esperaría, en lo de Emilse Tejeira, ex profesora de música del secundario y viuda de un mayor de caballería del ejército.
Tomó un buen tiempo convencerla para que nos brindara alojamiento temporario. Si bien nos adoraba desde que la conocimos en cuarto año del colegio nacional, también comprendía a lo que se exponía si nos daba refugio y era descubierta. Pero nos conocía bien y sabía que toda esa caza indiscriminada de brujas era una reacción represiva exagerada, absurda e injustificada. Accedió a nuestros ruegos indicando que nos podíamos quedar sólo una semana. Después, deberíamos movernos a algún otro lado por su seguridad y la nuestra propia.
Nos llevó al sótano de la vieja casa, donde por algún error de medición hecho muchos años antes, la pared de atrás era falsa. Cubría el fondo del sótano en casi toda su longitud, pero carecía de las dos últimas hileras de ladrillos en el extremo izquierdo. Por allí se accedía dificultosamente a un angosto pasillo de no más de 50 centímetros que este muro formaba con la verdadera pared de fondo. El primer tabique, levantado erroneamente, debió ser demolido por los obreros, pero alguna falla de comunicación en la cadena jerárquica de órdenes contribuyó para que, afortunadamente, aún estuviese en pie.
Durante el día sabíamos que era improbable un allanamiento de domicilio para la búsqueda de los “elementos de izquierda”. Pero la noche era diferente, era su tiempo de acción preferido y cuando teníamos que refugiarnos en el angosto pasillo, sin emitir sonido o luz alguna. La estrechez del mismo no nos permitía sentarnos. Debíamos permanecer la mayoría del tiempo erguidos y cuando el cansancio nos vencía, adoptábamos una posición intermedia entre parados y sentados, con las nalgas apoyadas en una pared y las rodillas en la otra. Así por horas y horas aguzando el oido para detectar cualquier movimiento inusual o despliegue exterior. Esto último servía más para nuestra información que para cualquier efecto práctico, pués si eramos rodeados no había forma posible de escape.
Después de esa primera noche, cuando la primera claridad del amanecer entró por un ventiluz colocado en la parte superior de la pared del sótano que coincidía con el frente de la casa, salimos lenta y dolorosamente del escondite, nuestras piernas y cinturas entumecidas. Nos tiramos pesadamente sobre unas mantas viejas que olían a humedad y nos dormimos casi inmediatamente.
A eso de las diez de la mañana, Emilse bajó silenciosamente a traernos café con medialunas y unos cigarrilos sueltos, asegurándonos con una sonrisa y una leve inclinación de cabeza, que por el momento todo estaba bien. Al retirarse recogió el balde que usábamos para ir al baño, cubierto con un viejo trapo de piso, para vaciarlo, lavarlo y desinfectarlo antes de traerlo nuevamente. Esta era una cuestión de gran incomodidad para nosotros y que nos hacía sentir mucha verguenza, pero era lo más seguro en esta circunstancia y desviamos nuestra mirada cuando Emilse lo agarró de la manija y comenzó a subir las escaleras con él.
El resto del día transcurrió como en un trance, entre períodos de sueño, algunos bocados sueltos y palabras susurradas al oído, sólo cuando creíamos que era indispensable la comunicación verbal.




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leido, no digo nada sino viene el Angel y protesta jeje.
saludos
k

Jaa..., no hay probelma. Espero...

Gracias por tu paso, amigo Jaime. Saludos,
José

Seguiré leyendo la historia, atrapa. Saludos.

Gracias Fernanda. Aprecio tu visita, amiga. Saludos,
José

Saludos.

seguiré con la segunda parte.

Gracias por tu paso, amimsped. Saludos,
José

Continúo...

Susy, continúe nomás...
Un beso,
José

Gracias Any. Coincido con vos. Por eso decidí, hace algunos años, escribir este cuento. Para no olvidar nunca lo sucedido. No que lo que ahora está pasando en democracia sea algo como para andar tirando manteca al techo, porque es un desastre. Pero aquella época fue muy brava y se vivía con mucho miedo. Siempre. Un abrazo,
José