La violenta insistencia de los golpes sobre la puerta de entrada, sobresaltaron al criollo Venancio Arellano. Le hizo una seña a su mujer para que permaneciese donde estaba. No era hora de visitas. Mientras se levantaba de la mesa a regañadientes, iba aumentando su ofuscación pués le molestaba sobremanera ser interrumpido durante su frugal cena. Abrió la hoja de sólida madera con un brusco tirón, para encontrarse cara a cara con un tipo alto, patilludo y narigón, que vestía ropas elegantes y usaba sombrero de copa, a la manera de un típico afrancesado. Estaba a punto de cerrarle la puerta en la cara sin decir palabra, pués obviamente el inoportuno intruso había cometido un error, cuando el jóven se interpuso con un brazo, mientras le decía , visiblemente nervioso y muy excitado:
- ¡Los ingleses..., se acercan los ingleses! ¡Hay órdenes para todos los hombres aptos de juntarse en el fuerte y ponerse a disposición del comandante-virrey! ¡Ahora...! ¡Vamos, vamos...!
Sin darle siquiera tiempo a digerir debidamente estas palabras, el desconocido tomó a Venancio por uno de sus hombros y lo atrajo con rudeza desde el umbral hacia la calle, haciéndolo trastabillar. En seguida lo aferró por la manga de su vieja camisa, casi rasgándosela, y comenzó a tironearlo con ímpetu tras de sí.
- ¿¡Qué diantre está haciendo, mozo...!? ¿Anda de chacota o qué? - Venancio se plantó de golpe, hechando mano al facón que guardaba en la cintura, tras la faja, pero entonces, el muchacho prudentemente lo soltó para colocarse a cierta distancia, comprendiendo el peligro de una confrontación.
- No, señor - Le respondió con buena dicción y un pronunciado sonrojo en la cara - Esto no es broma. Ojalá lo fuera... - Carraspeó y trató de controlar el tono de su voz, antes de proseguir - El ejército inglés viene avanzando por la costa sudeste del río, desde La Ensenada de Barragán, de donde ha llegado información que desembarcaron hace unas horas.
- Todo indica que quieren intentar repetir lo del año pasado - Explicó, refiriéndose evidentemente a la fallida invasión de 1806 - Liniers no quiere perder el tiempo en proclamas oficiales, porque pretende organizar rápidamente una defensa adecuada de la ciudad, e interceptar a las columnas enemigas antes que éstas lleguen a Buenos Aires. Por eso nos encomendó a nosotros, un grupo de leales voluntarios, que fuésemos casa por casa, reclutando hombres para llevarlos hasta el fuerte, donde serán sumariamente instruídos...
- Ahá..., ya voy viendo... - Dijo Venancio, más para sí mismo, que para que el otro lo oyera. Miró hacia la puerta de su casa, donde estaba parada en silencio su mujer, quien había observado toda la escena y le preguntó - ¿Vos, escuchaste? - Y ella asintió con una leve inclinación de su cabeza, sin poder disimular el susto - Tonce, ya sabés ánde viá estar, prenda - Giró hacia el señorito y le dijo secamente, acercándose a él - Vamos, pué.
- ¿Tiene un arma de fuego? - Se acordó de preguntar repentinamente el desconocido, antes de partir.
- No, con éste me basta y sobra – Respondió el criollo tocando la empuñadura de su enorme cuchillo envainado.
La oscuridad de la noche había caído sobre ese incipiente Buenos Aires, pero la actividad en el fuerte era febril. De todas partes llegaban constantemente hombres de diferentes edades, a quienes varios oficiales les preguntaban sus nombres, para anotarlos en las nóminas de enrolamiento. Luego se los separaba en pelotones de aproximadamente cuarenta integrantes y se les entregaba, a aquellos que no tuvieran, un arma, de un gran montón desordenado que habían apilado cerca del aljibe. El arma podía ser cualquier cosa que infligiera daño. En realidad, las armas de fuego eran bastante escasas, y en su gran mayoría, exclusivamente en poder de los militares, familias adineradas o personajes importantes. Así, se repartían entre otras cosas, cuchillos, machetes, lanzas improvisadas, barras de hierro, trozos de cadenas y horquillas de establo.
A Venancio le tocó formar parte de un grupo completamente heterogéneo, donde había españoles, negros, mulatos, zambos y algunos criollos. Al mando de un tal sargento Alarcón, trabajaron toda la noche iluminados tenuemente por faroles de aceite y velas, organizándose y aprendiendo los más elementales rudimentos de estrategia militar. Cerca del amanecer pudieron dormitar un par de horas, antes de partir a caballo hacia Miserere, donde según informes recibidos por la comandancia, saldrían a cortarle el paso a la avanzada invasora.
Durante la marcha, el aire invernal frío y húmedo, calaba hasta los huesos de hombres y bestias. El camino, barroso y difícil de transitar, estaba cubierto por una densa bruma que sólo dejaba ver unos pocos metros en cualquier dirección. Las cabalgaduras resoplaban por sus ollares y belfos, lanzando nubes de vapor que se confundían con la niebla algodonosa que flotaba alrededor.
A primeras horas de la tarde llegaron a destino. Después de estudiar el terreno detenidamente, eligieron apostarse en una hondonada boscosa para comer algo y descansar un poco. Venancio devoró con ganas varias galletas de grasa que aplacaron momentáneamente su hambre. Como no había otra cosa que hacer mas que esperar, se tumbó sobre la tierra blanda del pastizal. El cansancio y la tensión de las últimas veinticuatro horas pronto se impusieron al estado de alerta general de sus sentidos. Lentamente, todo a su alrededor se fue esfumando hasta que se hundió en la completa inconciencia de un oscuro abismo onírico. Alarcón, parado sobre un tronco cercano para otear el horizonte, consultó su reloj de bolsillo. Las agujas señalaban las dos de la tarde.
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