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 La Posada de los Brujos. Capítulo 22.

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Jaime Olate
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MensajeTema: La Posada de los Brujos. Capítulo 22.   La Posada de los Brujos. Capítulo 22. Icon_minitimeLun Feb 13, 2012 11:59 pm

Capítulo 22

Una Médica en la Casona.
Los dos amigos continuaron caminando con la supuesta dolencia en el tobillo del joven aficionado a investigador que continuaba tomado del hombro del detective; se detuvieron por un momento y Lucas lo miró a los ojos, su voz baja sonaba ronca.
—Tengo que ver si descarto a Carlo y a don Rufo… Esto, cuando lancé la exclamación pequeño saltamontes, se llama blufear, mentir en el juego de póker; veremos como juegan su mano, si es que son culpables. No olvides que son los únicos en ganar con la muerte de estas pobres mujeres.
Desde lejos vieron a las regias damas de la mansión y a la joven Gina que, cual una infante, miraba con atención el vuelo de los pocos pájaros que se atrevían a salir de la sombra; el resto del mundo no existía para ella. Estaban sentadas en los cómodos sillones bajo la sombra del porche que tenía una amplia visión de la gran piscina, la belleza del jardín posterior, el pequeño bosque y las casas del personal de servicio; atrás, a lo lejos se notaba vagamente el cerco que daba al camino de tierra.
Lucas notó que algo faltaba en ese hermoso cuadro. Cuando llegaron junto a ellas, don Rufo tomó la palabra.
—Sólo encontramos una rotura en el cerco, por donde huyó el criminal.
El joven miró a la muchacha quien, durante un instante, fijó en él sus azules ojos escondidos detrás de las gruesas gafas. Un sentimiento desconocido que no pudo precisar pasó por su mente; mas, ella continuó su juego ajena a la realidad, esta vez siguiendo con la vista atentamente el vuelo de las abejas. Sentía una gran compasión por la enferma, con sus vestimentas livianas y muy amplias, daba la idea de ser una monja. Desechó todo pensamiento que no fuera el trabajo que lo obligaba a concentrarse, sólo entonces se dio cuenta que faltaba María, la mapuche, quedando muy extrañado pues la aborigen era como la sombra de Gina. Preguntó a las tías por ella.
—Está atendiendo a Lupita que sufrió un cólico estomacal. Estas jóvenes comen tantas golosinas que no es raro tengan molestias digestivas. ¡Ah! No olviden que estamos cerca de la hora del té, ocasión propicia para continuar examinando los hechos.
Aunque la respuesta resultaba lógica, su instinto de sabueso lo dejó intrigado, no estaba seguro qué era lo que le tintineaba como campanilla en la mente. Y así, seguido por su inseparable compañero de aventuras con la excusa de estar esperando una llamada telefónica, entraron en el enorme caserón; caminando sobre una gruesa alfombra llegaron a la biblioteca, cuya puerta estaba medio cerrada y vieron una extraña escena.
Lupita se encontraba sentada en una silla con los ojos cerrados y la araucana le tomaba con sus manos su cabeza y murmuraba palabras aparentemente mapuches; cambiaba sus manos de lugar, ora en las sienes, ora en las regiones frontales y occipitales. De vez en cuando agitaba una rama de grandes hojas de un árbol llamado canelo, sagrado para los indígenas, y que tiene poderes sobrenaturales. Sobre una mesita había un tazón humeante con fuerte aroma a hierbas medicinales.
Ambos, sin ruido, se retiraron discretamente; el travieso Checho no pudo contenerse en sus divertidos comentarios.
—Compadre, parece que la María es “canuta” —se refería al movimiento cristiano protestante, a quienes apodan los “canutos” en recuerdo del primer predicador chileno de la calle de apellido Canut.
Lucas lo hizo callar con seriedad, mientras se disponían a irse por el ancho pasillo que recorría el amplio primer piso, dando acceso a las diferentes habitaciones y cuartos que no conocían aún.
El deslenguado muchacho continuó con sus bromas, en voz baja para no ser escuchados por las mujeres.
—Sabe compadre, más que “canuta” esta mapuche parece bruja.
Esta vez fue tomado de un brazo y recibió suavemente el consabido “coscacho” de la mano empuñada de su “hermano mayor” que desordenó sus cabellos a manera de reconvención, en tanto reían en sordina; de pronto lo soltó y se quedó estático, agrandando sus ojos.
— ¿Qué te pasa, loco? — Checho acudió a sus frases favoritas— Estás con los ojos tan grandes como huevos fritos.
Lucas, aún con sus ojos más abiertos que de costumbre, con una seña de la mano le pidió silencio para escuchar un cántico que salía de la sala; con la mirada extraviada sus oídos captaban los ruidos y, moviendo la cabeza mientras se rascaba su pequeña barba, murmuraba palabras que el muchacho no entendía.
—No, no puede ser… ¡Esto es una casualidad!
Ante la extrañeza de su amigo, regresó con sigilo los pocos metros que se habían alejado de la puerta y espió el interior. Miró a la nativa, quien volvió a entonar una melodía en su idioma.
Dejó la puerta y apoyó su espalda en la pared; estaba notoriamente agitado, ante la sorpresa de su ayudante, su rostro mostraba palidez.
—Mi viejo, ¡estás pálido! ¿Acaso viste un fantasma?
—No lo sé, no lo sé—tartamudeaba—, pero la melodía que entonaba María me recordó aquella extraña noche en la Posada de los Brujos.
Caminaron hasta llegar al cuarto del exdetective, quien se recostó en su lecho con la mirada fija en el techo, ante la preocupación de Sergio. Éste sacudió suavemente a su amigo, recordándole que habían sido invitados a tomar té, comprendió y ambos salieron en silencio hacia el porche; saludaron a todos los comensales que estaban sentados alrededor de la fina y elegante mesa frente a la piscina. Notaron la falta de Gina y su guardiana, no era extraño, pues ella salía a vagar por la propiedad como un alma en pena.
Nalda y Lupe sirvieron la aromática bebida, con la gracia y belleza que era un verdadero espectáculo y placer para los varones. El diablillo quiso dirigir la palabra a su héroe, hermano y amigo, con alguna de sus salidas chistosas, pero quedó sorprendido al ver que Lucas espiaba a hurtadillas a la última muchacha, quien hacía su labor, lo mismo que su compañera, muy oficiosa, elegante y sin descuidar tan ceremonioso servicio. Ambas gentiles mozas se retiraron con apostura digna de aparecer en revistas de modas, con paso ágil y cimbrando sus cinturas, sabedoras de la admiración que producían sus presencias.

(Continuará: ”Desenredando una Madeja”)
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