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ImageShack.us LO QUE CORRESPONDE
No recordaba a mi padre. Sólo divisaba en mi mente una imagen vaga, como las descubiertas entre las páginas de un libro, era una foto fija, siempre igual. A mí me dijeron que había muerto pateado por un caballo y al ver llorar a mi madre, pensé que era terrible, luego, todo se quedó en mi mente con aquella imagen fija como si fuera una fotografía.
Mis padres trabajaban para los Cruz, los dueños de casi todo el pueblo. Poseían tierras, fincas, ganado y también eran dueños de hombres, dicho así por generalizar pues, los Cruz, eran dueños de las vidas de todos quienes estaban a su servicio, fueran del género masculino o femenino, incluidos sus vástagos entre los que yo me encontraba. Según supe con el tiempo, al morir mi padre, puesto que el caballo que lo mató pertenecía a los Cruz, se creyeron obligados a sustentar a la viuda y a la hija –que era yo- y no ponerla de patitas en la calle, cosa que hubiera estado muy mal vista por todos los habitantes del pueblo, los cuales se encontraban a la expectativa de lo que sucediera después del accidente, quizás en parte, para adivinar aquello que pudiera sucederles a ellos en un caso semejante. La cuestión es que, por una causa o por otra, los Cruz, mantuvieron a mi madre a su servicio y permitieron siguiera viviendo en la casa cercana a la mansión de los dueños donde vivía desde su matrimonio con mi padre, lo que permitía a mi madre, pernoctar en su casa y cuidar de mí persona una vez abandonaba el colegio cada tarde. Así me crié y así viví hasta los dieciocho años, momento en el que, para mi suerte, conseguí aprobar unas oposiciones a la Compañía Telefónica que se encontraba en la ciudad a unos cinco kilómetros del pueblo.
Tanto mi madre como yo misma, no teníamos en mente que yo pudiera continuar al servicio de los Cruz. Mis conocimientos culturales me habían dado la suficiente capacidad como para valerme por mi misma buscando un empleo que no fuera al servicio de ningún terrateniente y cuando le expliqué a mi madre mi deseo de presentarme a las oposición de la Compañía de Teléfonos, vi brillar en sus ojos una luz mezcla de alegría, serenidad y temor pero no indagué en ello, sólo me sentí satisfecha cuando conseguí el puesto.
Como ya he dicho, los Cruz eran dueños de medio pueblo y muchos negocios se mantenían gracias al trabajo que les proporcionaban, entre ellos había uno que se dedicaba a escoger, vender y comprar caballos, tanto para tiro como de raza para carreras y de eso se ocupaban un padre y su hijo, ambos respondían al nombre de Gustavo. Yo no tenía ninguna duda del interés que sentía hacia mi persona el Gustavo hijo, un muchacho tres años mayor que yo, de buena planta ancho de hombros y aunque no excesivamente guapo de cara, sí lo suficientemente atractivo para cualquier mujer, sin embargo, a mi me parecía demasiado rudo y procuraba evitarlo siempre que pasaba por delante de su negocio, momento que él aprovechaba para salir, detener su mirada en mi cara y, con su acento asturiano decir como si se lo comunicara al aire para que lo repitiera por todos los rincones“¡Qué guapina ye!” A mí me hacía gracia la expresión tan espontánea y, al mismo tiempo, me indignaba porque mi deseo hubiera sido que aquellas palabras las pronunciara Daniel, el hijo menor de los Cruz, un chico rubio y bien plantado por el que yo bebía los vientos.
Nadie conocía aquella preferencia mía por Daniel, tenía buen cuidado en disimularla, el señorito Daniel, el menor de los siete hijos de los Cruz, estaba destinado a la hija de un político muy reconocido en la Región y con mucho poder en el gobierno el cual, un día sí y otro también, compartía en compañía de su familia, mesa y diversiones con los Cruz. La hija menor, una muchacha de mi edad, rubia, delgada y algo deslavazada, era mi rival, una rival que solamente yo conocía, naturalmente. Daniel Cruz, era mi sueño inalcanzable, un amor platónico que deseaba llegara a materializarse pero que yo debía ocultar como si aquel sentimiento fuera la más grave falta.
Un día, en una de las muchas fiestas organizadas por los Cruz a la que, por supuesto asistían la familia del político, mi madre me pidió ayuda para la cocina, se veía apurada a causa de la enfermedad inesperada de una de las doncellas y en esa aceptación por mi parte fue cuando surgió el desenlace de mi destino.
Lo curioso del caso fue que, aquel día, también aparecieron por la mansión los dos Gustavos, padre e hijo encargados de la compra-venta de ciertos caballos y no sé si porque el hijo no estaba cómodo entre los invitados o porque quiso estar cerca de mí, el caso es que se presentó en la cocina y la perspicacia de mi madre, comprendió su interés hacia mí que, por otra parte, Gustavo no se ocupó en ocultar. Lo primero que dijo al verme, dirigiéndose a mi madre para darle a conocer su preferencia, fue: “¡Qué guapina ye!” No pude evitar la risa ante la ocurrencia ya tan conocida y así surgió la conversación entre ambos.
Mi madre se entusiasmó ante la perspectiva de un emparejamiento con aquel muchacho pero, cuando nos quedamos a solas en nuestra casa después de la fiesta, al comentar ella el interés de Gustavo y confesarle el mío por Daniel Cruz, se quedó pensativa y al cabo de un rato, con una gran seriedad y esa sabiduría popular que la caracterizaba, me dijo: “En esta vida cada cual debe de estar en el lugar que le corresponde si quiere ser feliz. No lo olvides nunca”
Y no lo olvidé. Aquellas palabras fueron para mí motivo de un detenido análisis, no dejé de estudiarlas durante bastante tiempo hasta que comprendí su profunda intención.
Un día, al pasar frente a la oficina de Gustavo para ir al coche de línea que me llevaba a la ciudad, al verme, salió como siempre para saludarme.
-¡Hola! ¡Qué guapina estás!- dijo mientras fijaba en mí su mirada chispeante.
Me detuve y sonreí. Fue nuestro primer encuentro a solas. Ahora es mi marido. Sigue trabajando para la yeguada de los Cruz y yo estoy muy orgullosa de él. Daniel se casó después que yo con la hija del político y mi madre dejó la casa y el trabajo para venir a vivir con nosotros. Ella me ayuda mucho en el cuidado de mis tres hijos. Nunca olvidaré sus palabras cuando aquella tarde me dijo: “…cada cual debe de estar en el lugar que le corresponde…”
Muchas veces cuando coincido con Daniel y su esposa, tan circunspectos, tan serios, tan puestos…, me pregunto si ellos ocupan ese lugar… ¿o tal vez no? Ya no importa. Los sentimientos cambian, la vida presenta diversos caminos y se debe escoger. Yo escogí el mío y no me arrepiento.
Y Gustavo, mi Gustavo, cuando me ve, todavía le grita al aire: “¡Qué guapina ye!” –MAGDA (Xanino)