
EL PROFESOR
Los vencejos planeaban en el cielo entre bandadas que se deshacían como hilachas de humo. La mañana fresca despertaba al día y la mente comenzaba a trabajar, a absorber imágenes, a elucubrar historias, a esperar…
Salí temprano, cuando esa brisa fresca acaricia la piel y obliga a abrigarte suavemente con una prenda que cubra los brazos y la espalda. Eran los primeros días del verano y el sol jugaba todavía a calentar dejando un rescoldo de frescura como recuerdo de esa noche acabada de esconderse.
Lo prosaico de la actividad obligada rompía el momento mágico del recuerdo de sueños nocturnos que, poco a poco, se escondían en el cuarto del olvido para dejar paso a la realidad de cada momento.
Lo veía siempre desde el autobús. Moreno, el pelo rizado, muy corto, parado frente al semáforo. Él en la calle, a pie, yo en el autobús, sentada. No tendría más de veinticinco años y comencé a inventarle una profesión. Siempre a la misma hora en días laborables, pulcro, con aspecto de persona inteligente, con una carpeta o cartera bajo el brazo. En un barrio donde los chalets individuales rodeados de cuidados jardines abundaban… Era un profesor particular, pensé, y con ese apodo le recordé siempre: el profesor. No podía ser otra cosa.
Mientras viajaba en el autobús hasta mi lugar de trabajo, daba rienda suelta a mi imaginación para inventar el momento de nuestro encuentro. Aunque no era excesivamente hermoso o, tal vez, debería decir que no era el tipo de hombre esperado por mí, me gustaba su sonrisa cuando me miraba a la espera de que el autobús circulara por el paso de cebra con el semáforo en verde. Él, siempre esperando, yo miraba desde la ventanilla, observaba y respondía a su sonrisa con la mía.
Me propuse hablar con él. Si algo quería, algo debía arriesgar. Un día en lugar de acercarme a la parada del autobús para trasladarme como siempre en este medio de transporte, continué mi camino para llegar hasta el semáforo donde él esperaba el paso del vehículo para cruzar la carretera. El tumulto me sorprendió. Un grupo de gente se arremolinaba en la acera y me acerqué.
-¿Qué ha pasado?- pregunté a una joven que se encontraba entre los curiosos.
-Un chico…- dijo mirándome con seriedad – al ver como el autobús se acercaba ha corrido para cruzar la carretera y no le ha dado tiempo… lo ha atropellado.
Oí la sirena de la ambulancia y, poco a poco, me acerqué al centro del suceso. Allí estaba él, ensangrentado, pálido. Cuando lo pusieron sobre la camilla abrió los ojos. Vi la sorpresa en su mirada y me sonrió.
No volví a verlo nunca.- MAGDA.