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Martes por la tarde, sus nervios están destrozados. El solo hecho de pensar en volver a abrazar a su hermana lo tenía desbordado completamente, sobre todo porque la última comunicación que tuvo con ella, antes de que le avisara que se volvía, todo estaba de maravillas, hasta parecían de luna de miel.
“¿cuándo se desmadro todo?”, era la pregunta clave en su cabeza
-“A esta hora están volando”, se dijo a sí mismo en voz alta como para estar seguro de sus pensamientos.
En medio del silencio en que estaba sumergida la casa, en la entrada sonó el aparatoso teléfono negro, que todavía conservaba desde la época de sus abuelos. Camino unos pasos por el pasillo y tomó el teléfono inalámbrico que había en el estudio. Era Laura, una amiga en común que tenían con el flaco.
- “¿Alberto? Laura, ¡me enteré por Néstor que llega tu hermana, mañana!”
-“Si, mañana a la madrugada, un quilombo”, contestó él. No quería que todos se enteraran de golpe, necesitaba algo de paz, pero sabía que sus más íntimos no se iban a quedar afuera, así nomás.
-“Me hubieras avisado y te daba una mano con la casa. ¿Tenés todo listo?”, la típica pregunta de Laura, siempre atenta a todos los detalles.
-“Quédate tranquila Laura, esta todo bajo control, hasta les hice las camas, no te preocupes…”, contestó él.
-“Tá, per o cualquier cosa me chiflas, mira que no tengo drama…”
-“Gracias negra, pero no hace falta. Igual lo tengo en cuenta, gracias… gracias. Chau un beso” y corto la comunicación, la tarde se estaba asomando por las grandes ventanas que daban ala jardín y la melancolía se apoderaba lentamente de Alberto.
Estaba sentado en el sillón de la sala, una habitación de grandes dimensiones, donde su padre había puesto una biblioteca de titánicas proporciones y abarrotadas de volúmenes enciclopédicos y libros de toda clase y color, un muestrario delo que la naturaleza humana es capaz de poner sobre papel para perdurar en el tiempo y en la memoria de la gente. Las mesitas de caoba, traídas vaya uno a saber de dónde, con sus lámparas que nunca supo cómo aparecieron ahí, quizás otra de esas compras raras que hacia el viejo, sin que nadie supiera y, cuando menos lo esperabas estaban ocupando un lugar. En fin, demasiados recuerdos en cada uno de los objetos y rincones de toda la casa, pero esta vez algo llamó la atención de Alberto. Un libro de cierto volumen, decorado con rosas en su lomo. Algo muy extraño entre tantas rarezas conocidas.
“Un álbum de fotos”, se dijo a si mismo cuando lo saco de su lugar y lo miró directo al tenerlo entre manos. “El Casamiento de Marta”, se sorprendió que ese documento estuviera en esa casa, pues su hermana se había llevado todo, bueno, casi todo. Se acomodó de nuevo en el sillón y comenzó a mirar las fotos y los comentarios escritos por su propia hermana días después del evento.
Marta tenía esa costumbre, anotaba cosas en las páginas de sus álbumes, si no lo hacía en la parte posterior de cada foto. Al principio, Alberto se quejaba de que ninguna foto se salvaba de su escritura, pero con el tiempo entendió que la única forma de recordar de quienes o que estaba en cada foto era haciendo eso, por lo que agradeció esta vez que todo tuviera referencias. En las primeras páginas había fotos de todos los preparativos y los novios en distintas ocasiones; pero hubo una foto en particular que lo detuvo, algo así como una alarma que se enciende avisando algo importante.
Ahí estaba su hermana, colgada prácticamente de su novio. Él, con una cara demasiado seria para el asunto. Alberto se sorprendió, cuando intentó recordar su nombre y no pudo. Se lo quedó mirando, parecía un muñeco de cera con un rictus de disgusto o algo parecido. No entendía porque la foto parecía fuera de lugar, hasta que entendió que su recuerdo no era el mismo que había en esa foto.
Estaban en la casa de Tía Clara, celebrando el compromiso, cuando el flaco, los sorprendió en la entrada de la casa, prácticamente huyendo de las amigas de su hermana que los querían bañar con papel picado. Ahora la foto, mostraba un perfil que en ese instante del hecho, no se había percatado. Una mueca de fastidio, un enojo que superaba lo que cualquier travesura te puede provocar cuando eres la víctima de la broma. Este gesto iba más allá, rayaba el odio.
Nadie se había dado cuenta de ello, pues el comentario de aquellas fotos siempre había sido, “que pesado pobres, no los dejaban en paz ese día”. Siempre había sido así. Sin embargo, ahora muchos años después la visión de las cosas eran totalmente distintas.
Alberto siguió pasando las fotos y en muchas de ellas encontró detalles que le indicaban lo que no había visto en esa oportunidad y, ahora había pasado. Dejó el álbum sobre el sillón y busco entre los libros que habían en ese sector una pequeña caja donde sabía que su hermana había guardado varias cartas y fotos. Por supuesto, todas era escritas por el como siempre, cartas que nunca habían tenido respuesta. Pero las fotos eran otro cantar, todas incluían a su esposo o lo que quedaba de ese título. Todas aportaban expresiones que llevaban el detalle de su comportamiento. Decir y hacer cosas diametralmente opuestas, acusar a terceros por ello o por lo menos insinuar que no había tenido nada que ver o la mejor de todas, victimizarse en público, cuando era el victimario con todas las luces.
Al cabo de un rato, cerró la caja y la apoyo sobre el álbum del casorio de su hermana.
-“Hijo de puta”, dijo en voz alta, que sonó como una sentencia de muerte en los espacios de la casa vacía.
