Tenía la fe atravesada. Estaba enojado con Dios y con el Diablo. Pues ninguno parecía quererme, ni allá arriba, ni allá abajo.
Trate por todos los medios de lograr una comunicación con alguno de los dos, pero nada. Ocupado todo el tiempo. Si no, te atendía el contestador.
Me pase varias tardes recorriendo pasillos interminables y tratando de obtener alguna respuesta del porque el rechazo, pero nada. Todos eran “no sabe no contesta”.
Cretinos, como se nota que ellos ya tienen donde ir a parar.
Pensé en hacerme pasar por otro, pero me enteré del caso de aquel que hizo lo mismo y lo pescaron. No le fue muy bien, lo condenaron a vivir cortado para rico, pero cosido para pobre. Con las respectivas angustias que te conlleva no poder tener nunca lo que más deseas.
Cansado de tanto andar, tantas puertas tocar, me senté en un banquito de plaza que encontré por ahí; a reposar un poco y pensar cómo resolver este dilema.
En ese mismo instante caí en la cuenta que no me encontraba solo. Un hombre diminuto, con aspecto simpático y barba muy crecida, estaba sentado en la otra punta del pequeño banco de plaza. Usaba sombrero, uno de esos esos ingleses, que parece un hongo.
Bueno, no importa. La cuestión es que me saludo levantándose el sombrero y, con un gesto risueño simplemente pregunto qué estaba haciendo.
-“Nada”, le conteste, “tratando de entrar al cielo o al infierno, pero nadie me quiere.”
-“Uff, menudo problema joven”, dijo él con un gesto de preocupación mientras apoyaba ambas manos sobre lo que parecía un bastón.
-“Si, menudo problema”, repetí.
-“Pero no se angustie. Todavía no es su momento.”, dijo él con una sonrisa.
Lo miré a los ojos, tratando de comprender lo que me decía, pero no encontré nada, tan solo una sonrisa reflejada en sensación de tranquilidad total.
-“Eso sí, no me tome tantas pastillas juntas ¿sí?”, agregó sin dejar de sonreírme, -“Bueno, me tengo que ir, encantado de conocerlo y nos vemos en algún momento”.
El hombrecito se levantó y comenzó a caminar dándome la espalda. Desde el banco, sentado lo miraba alejarse, entonces después de caminar un trecho se detuvo, levanto una mano y me saludo sin mirar.
En ese instante, yo ya no me encontraba en el banco, sino una camilla de la sala de emergencias, con el estomago lavado.
