La casa estaba como en penumbra, con todos los objetos desdibujados, salvo el teléfono. Ocupando su lugar de siempre, esa mesita tan particular, que había pertenecido a tu madre. La única que nunca compartimos, pero que siempre sentimos como propia. El aparato negro - de esos antiguos que podes encontrar en alguna feria de santelmo, si te tomas el laburo de recorrer un fin de semana - seguía allí inmutable, silencioso hasta el hartazgo.
Las horas pasan y los detalles se me pierden, ni siquiera puedo pensar sin evitar mirar de reojo el bendito artefacto ahí, mudo.
Trato de enfocarme en algunas de las actividades que tengo pendientes. Ordenar un poco, lavar los platos, barrer lo barrido. Pero no hay caso, no puedo.
Ignorando todos los llamados a gritos de las cosas pendientes, me siento en el sillón, con la única cosa que pude hacer hasta el final, mi taza de té. Tomo un sorbo mientras miro los detalles de aquel mensajero falto de tacto alguno y, por descuido me quemo inexorablemente el paladar completo.
Suspiro, pensando que quizás, sea una exageración lo que estaba haciendo, pero no puedo evitarlo. La mañana se había disuelto en el calor de un sol en el cenit y, los ruidos ahora audibles de un estómago hambriento.
Dejé la taza, al costado de la repisa de los libros y me propuse intentar hacer de comer, cuando sentí el primer sonido proveniente desde el mismo cielo, un ángel respondiendo a mis suplicas.
Sin pensarlo, me deje caer sobre el sillón y como en un malabarismo espontáneo, el tubo aterrizo sobre mi oreja, al mismo tiempo que mi garganta entre emociones y alivios simplemente preguntó:
-“¡Hermana, al fin llamaste! ¡Me tenías muy preocupado querida! Decime que está todo bien.”
