Lo veo, y tiene una lapicera en la mano; escribe.
Cuando lo miro de nuevo, tiene el control de la tele en la mano; ahora se parece a mí.
Miro mi mano y tengo un cuchillo.
En mi identidad, lo hubiera dejado en la cocina, pero como poseedor del cuchillo, siento un deseo incontenible de cortarle las manos y liberarme al fin. Yo me le tiro en sima y el no opone mucha resistencia. Fácilmente le abro ambas muñecas.
De repente, estoy nuevamente en el principio. Ahora el deja de escribir y camina, abre un cajón y saca de allí un cuchillo; no, es un peine, lo miro bien… y es un cepillo, no, es una lapicera.
Mi mirada se dirige ahora al espejo del mueble, que solo refleja un único rostro: pelo corto, frente ancha, ojos grandes; una camisa blanca de manga larga, puño ensangrentado, y un cuchillo en la mano.
Comienzo a sentirme débil.