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ImageShack.us UNA POINSETIA
Acostumbro a dejar la ventana del dormitorio abierta en cuanto llegan los primeros calores del final de la primavera. Aquella mañana abrí los ojos cuando todavía las estrellas dibujaban sus guiños en el cielo y la luna llena asomaba su redonda cara por la abertura de la ventana. A mi lado, Pablo descansaba sosegado dejando escapar un suave ronquido muestra de un dormir profundo. Adiviné el comienzo del día por el gorjeo de un mirlo que había escogido la frondosa acacia situada al pie de mi ventana para confeccionar su nido. En el silencio último de la noche, comencé a escuchar el suave trino que, como el llanto de un recién nacido, sonaba con un susurro apenas perceptible para aumentar paulatinamente en intensidad hasta que el canto llega a su culminación con nítida claridad. Durante unos momentos sólo se oyeron sus arpegios como dulce melodía que animaba la nueva vida; era el despertador vivo, anunciador del comienzo de los quehaceres cotidianos. Curiosamente, al aumentar el ruido con el runrún de los coches en la carretera, el mirlo guardó silencio como si ya hubiera cumplido con su deber. Él descansaría unos minutos más entre las pajas y ramas trenzadas en la fabricación de aquel recipiente cóncavo donde escondía sus huevecillos para que, en la próxima primavera, nuevas vidas se encargaran con sus cantos de estimularnos a comenzar nuestras tareas.
En aquel súbito silencio anterior a la luz diurna, me quedé adormilada y me despabiló el ruido de la aspersión de la ducha donde Pablo se preparaba para dirigirse a su trabajo. Me levanté a preparar el café y mientras caminaba por el pasillo anudando el cinturón de mi bata, llegó a mi memoria las escenas del día anterior. Había sido domingo; por la mañana nos reunimos con unos amigos para dar un paseo por el parque y luego, sentarnos en una terraza a tomar el aperitivo. Aquel día sólo acudieron a la cita, Victoria y Blas, él compañero de trabajo de mi marido Pablo y ella, su mujer, la amiga que conocí después de casada.
Conocí a Pablo en la Agencia de Publicidad donde desempeñaba mi trabajo en las oficinas, hacía poco más de dos años. Él entró como diseñador gráfico casi se puede decir que rebotado por voluntad propia de la sucursal instalada en el Norte, porque quería probar suerte en Madrid, según decía. Pero Pablo no era un hombre que se conformaba con poco y unos meses después, decidió independizarse junto a Blas, el nombrado ya compañero de trabajo, para crear una empresa propia que, afortunadamente progresaba. Cuando decidió volver a su ciudad norteña junto a su amigo Blas, me pidió le acompañara y yo, después de plantearle mis condiciones, acepté y allí, en aquella ciudad, relativamente pequeña comparada con el bullicioso Madrid abandonado por amor, me encontraba en la actualidad reconstruyendo una nueva vida.
Pablo y yo no estábamos casados legalmente, ambos lo habíamos aceptado así. Si a lo largo del tiempo, nos parecía oportuno legitimar nuestra unión, lo haríamos pero, por el momento, éramos lo que se ha dado en llamar una pareja de hecho.
Yo amaba profundamente a Pablo y estaba completamente convencida de su reciprocidad, él también me amaba, me lo había demostrado con su sinceridad cuando, después del corto espacio que duró nuestra relación, me propuso la marcha. "Te amo -me dijo-, no es broma. Yo pienso mucho las cosas antes de realizarlas y sé que me he enamorado de ti pero también sé que te pido un sacrificio. Tienes que acompañarme, dejar la ciudad y tu trabajo... Allí puedes encontrar un quehacer que te guste... ¿te arriesgas?" Estas, más o menos, fueron sus palabras. Y me arriesgué. Además de tener la seguridad de querer ser su compañera amada y compartir alegrías, tristezas y todo aquello que nos enviara la vida como tantas veces nos habíamos comunicado al proyectar nuestra unión, yo deseaba la maternidad con ansia pero no se lo había comunicado a él porque no era mi intención presionarle, quería que todo surgiera suavemente en el momento más adecuado y esperaba. Algunas veces me atemorizaba el pensamiento de si era auténtico su amor por mí. Conocía la existencia anterior de otras mujeres en su vida, él no me lo ocultó nunca, pero también afirmó que, nuestra relación, era la primera decisión de unión seria y definitiva. Las relaciones anteriores fueron pasajeras y acabaron en nada, -dijo-, yo era la escogida como acompañante perpetua y ambos nos sentíamos felices.
Mientras él trabajaba en su publicidad, a mí se me ocurrió emplear parte de mis ahorros en restaurar pisos antiguos para luego alquilarlos y no se me daba mal. Durante aquel año había conseguido amortizar los gastos y comenzaban las ganancias. Cada día me sentía más feliz y más amada por Pablo. Estaba segura de su pronta proposición para aumentar la familia y, por lo tanto, unirnos legalmente en matrimonio como habíamos decidido cuando esto sucediera. Al llegar al salón me fijé en la poinsetia que adornaba la mesa, regalo de las Navidades últimas, cuando me dijo: "Así será nuestra vida. Florecerá para luego reverdecer y regenerarse en primavera, como si fuera nueva cada año". Estas palabras me parecieron un presagio de futuro que, de alguna manera, estaba unido a la conservación de la planta y aunque consideraba esa idea sin una base lógica, cuidaba la hermosa flor de Pascua como si en ello se envidara mi felicidad. Y esperaba.
Pero la dicha ajena no está bien vista en mentes envidiosas y las lenguas se sueltan con palabras envenenadas disfrazadas de ayuda compasiva para sembrar la duda en los corazones honestos. Y así pasó aquel domingo cuando nos reunimos con los amigos considerados los más leales compañeros de una vida de difícil adaptación.
Caminábamos por el parque en un paseo relajante de un domingo soleado de primavera por unos caminos empedrados de anchas escaleras en ascenso que rodeaban unos jardines protegidos con una verjas de hierro donde se encontraban hermosos castaños, plátanos, robles, hayas y magnolios. Los dos hombres entregados a sus conversaciones particulares nos precedían ligeramente, mientras Victoria y yo, algo más retrasadas, charlábamos de cosas más convencionales. Por nuestro lado pasó una pareja joven con un bebé en un cochecito que saludó a Victoria y al rebasarnos, le faltó tiempo para decirme:
-Esa chica estuvo saliendo un tiempo con Pablo, fueron novios hasta que se metió por medio Lola, la de la tienda... ¿sabes quién digo...?
A mi boca llegó un regusto amargo. ¿Qué importaban los noviazgos anteriores de Pablo? Ahora estaba unido a mí y pensábamos casarnos, él me lo había dado a entender así más de una vez. Me callé y al poco rato dije:
-¿Ah sí? Bueno... Pablo es un hombre con mucha personalidad además de atractivo... ya sé que ha tenido varias novias.
La mirada de los ojos azules de Victoria pareció tornarse viscosa, se aireó la melena rubia con la mano y con aire de suficiencia, dejó caer las palabras como si hiciera un enorme favor:
-La otra mañana, al pasar por delante de la Cafetería del "rubio" estaban juntos tomando un café.
-A quién te refieres...
-Pues mujer... a quién va a ser... a Pablo y a Lola. Ella estaba loca por él... y se decía que él por ella... antes de conocerte a ti, claro... y salieron juntos durante muchos años cuando ella todavía no tenía la tienda.
No podía aceptar aquella conversación que despertaba en mí una injustificada desconfianza hacia Pablo y aligeré el paso hasta acercarme a los hombres.
-¿Nos sentamos a tomar una cerveza?- dije en un intento de cambiar la engorrosa situación.
Un chiringuito extendía sus mesas cerca de un pequeño lago y esta coyuntura me proporcionó la oportunidad, sin esperar la aceptación me senté a una mesa.
No se volvió a hablar más de aquel asunto y el domingo terminó en una tarde tranquila en nuestra casa, a solas Pablo y yo. Pero la herida de la desconfianza ya había comenzado a hacer sangrar el corazón.
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Pablo la conoció cuando ella llegó al barrio desde su Andalucía natal. Pronto corrió la voz de que era malagueña y una mujer muy guapa. Nadie sabía si soltera o viuda, pero allí estaba con su empaque moruno, cual si fuera el genuino modelo del más famoso pintor de la mujer andaluza, Julio Romero de Torres. Vivía en un piso pequeño en una de las calles más céntricas de la ciudad. No trabajaba en nada, como si no tuviera necesidad y, poco a poco, se acercó a los habitantes de la ciudad, con una colaboración en el Ayuntamiento para organizar festejos y conferencias, en lo que llamaban “El ropero” de la parroquia donde se ayudaba a los menesterosos o en cualquier otro sitio en el que fuera necesaria una cooperación. A Pablo se la presentó un amigo de otro amigo y, según creían, había habido lo que se ha dado en llamar "química" o sea, atracción por ambas partes. Lola era una mujer hecha, con experiencia en la vida, unos años mayor que Pablo. Hermosa, de ojos enormes y oscuros, delgada pero bien proporcionada, alta con piernas muy largas, razón de una soltura al andar que ondeaba su cuerpo de manera cadenciosa. Pablo, el conquistador del entorno, se la llevó de calle. Poco a poco, la relación se fortaleció y aunque Lola procuró por todos los medios mantenerlo a su lado si no por los lazos matrimoniales sí por los del amor, Pablo conocía muy bien sus propios deseos y no se dejaba embaucar fácilmente. Se relacionó con ella con una unión más sexual que amorosa pero Lola tampoco dejaba margen a sus deseos y como no pudo atraerlo con lazos sentimentales hasta el punto deseado, lo consiguió por donde, una mayoría de hombres tienen un punto débil: los negocios.
Consiguió de Pablo una inversión de un pequeño capital, a partes iguales, para la creación de una tienda de ropa y juguetes infantiles. La apertura, la atención requerida para el progreso del comercio, los mantuvo unidos durante bastante tiempo pero, cuando el negocio comenzó a funcionar sin dificultades, Pablo también comenzó a aburrirse y a causa de unas diferencias profesionales ocurridas en su "verdadero trabajo" como él llamaba a su actividad de diseñador gráfico en la empresa que tenía la filial en Madrid, consiguió el destino a la capital. Aquella separación fue la puntilla en la relación de Pablo y Lola, máxime cuando, al llegar a Madrid, se encontró en las oficinas con la figura angelical de Ana que lo enamoró.
Fue la primera vez que sintió latir su corazón como nunca lo había hecho delante de una mujer y al comenzar a tratarla, se reafirmó su seguridad, ella era la persona con quien deseaba pasar el resto de su vida. Sin embargo, reacio como era a las uniones indisolubles, después de conocer los sentimientos de Ana y mantener una relación para conocerse mutuamente, le propuso ser su pareja de hecho cuando, los inconvenientes en el trabajo, le obligaron a marcharse de nuevo a su ciudad para intentar allí, en compañía de Blas, instaurar una pequeña empresa de publicidad.
Lo consiguió sin demasiadas trabas y en el año y medio que se cumplía de su unión como pareja estable, no podía quejarse; tanto el negocio de publicidad como su alianza amorosa, funcionaban a la perfección. Pablo se consideraba un hombre feliz.
No pudo saber nunca si fue casualidad o buscada la ocasión por ella, pero una mañana, cuando iba al aparcamiento a por su coche, se encontró de bruces con Lola. Los saludos fueron más que corteses, afectuosos y decidieron tomar un café en la cafetería del barrio. Allí fue donde Victoria, al pasar por delante de la cristalera que daba a la calle, los vio y su mente, comenzó a elucubrar historias a falta de cosas importantes en las cuales pensar. Aunque, en honor a la verdad, se debe decir que tampoco iba desencaminada. Pablo y Lola comenzaron a hablar de la tienda que, todavía, les pertenecía a medias y ella le propuso comprarle su parte, quería el negocio en su totalidad. Después de pensarlo unos días, Pablo se presentó una tarde en el comercio tan conocido, poco antes de cerrar.
Al piso que Lola usaba de vivienda, se podía acceder por una escalera interior situada en el local y, una vez bajadas las persianas, llegada la hora del cierre, ambos subieron al apartamento para examinar los documentos necesarios en la cesión de la parte de Pablo en el negocio.
Así se hizo, pero el jerez con el que se acompañó la charla, la cercanía de Lola y el recuerdo de sus intimidades amorosas, hicieron su trabajo de zapa. La fortaleza de Pablo se desmoronó y quiso saber si aquella relación pasada continuaba viva en su memoria y en su cuerpo.
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Los días comenzaron a pesar sobre mi vida rutinaria y el recuerdo de las palabras de Victoria acompañada de la tardanza en llegar a casa de Pablo aseverando un trabajo importante en el despacho durante varios días, aumentaron la desconfianza y me propuse averiguar la verdad aunque fuera lo más doloroso de mi vida.
A la hora que, calculaba, Pablo salía de su oficina, me acerqué hasta donde estaba situada la tienda de Lola y de la manera más disimulada posible, esperé. Poco antes de la hora del cierre, le vi llegar. Entró en la tienda, besó a Lola en las mejillas y al poco rato, echaron el cierre. No necesité más. Con el corazón como un acordeón estropeado volví hasta mi casa. Debía tomar una determinación. Aparte de no admitir una infidelidad, debía saber si Pablo seguía amando a aquella mujer. Jamás admitiría su permanencia a mi lado por compasión, prefería una verdad dolorosa antes que una mentira piadosa y aunque la decepción era más intensa a causa de la posibilidad de mi embarazo, no consentiría que esa causa tan hermosa, influyera en nuestras decisiones. Si él quería volver con su antiguo amor, era libre de hacerlo, pero nunca conocería su paternidad; si se lograba aquel posible embarazo, el niño iba a ser exclusivamente mío
. Por suerte, no había vendido mi piso de Madrid y la renta de las dos casas restauradas ya alquiladas, me proporcionaban una seguridad económica. No estaba desamparada. En estas especulaciones pasó el tiempo.
Pablo llegó cerca de la media noche.
-¿Qué haces todavía levantada?-dijo sorprendido.
-Esperándote.
Me miró más sorprendido todavía y en sus ojos oscuros pude leer una ráfaga de temor o dolor, no supe captarlo muy bien, fue una luz demasiado rápida controlada inmediatamente.
-¿Dónde has estado?- le pregunté mientras intentaba dar a mi voz una neutralidad curiosa de la que carecía.
-Trabajando...-dudó unos momentos mientras se quitaba la ropa de calle y añadió- sabes que a veces el trabajo me obliga a quedarme.
Nunca he sido persona diplomática, y la sinceridad, tal vez exagerada hasta poder ser, incluso grosera, ha sido un rasgo de mi personalidad. Por eso, sin poder contenerme, le solté a bocajarro la verdad.
-No mientas. Te he visto en la tienda de Lola...
Se quedó pálido y en sus ojos volvió a surgir la ráfaga dolorosa. Me miró por dos veces sin saber qué decir. Metió las manos en los bolsillos del pantalón, luego aflojó su corbata, se alisó el pelo sin necesidad, para, inmediatamente frotar sus mejillas con una mano. Me percaté de la rapidez de su pensamiento para crear una respuesta, luego, se acercó a mí con las manos extendidas en un amago de abrazo.
-¡Ni se te ocurra tocarme!- le dije llena de dolor. Hasta mí llegó un perfume inusual, apenas perceptible, ajeno a mí. Me pareció como si un espíritu intruso, malvado, penetraba de improviso en mi hogar para levantar un muro de hormigón entre Pablo y yo. Las lágrimas acudieron a mis ojos pero no las permití desbordarse. Jamás lloraría delante de él por una infidelidad. Se quedó parado y demudado a un metro de mí con los brazos extendidos como si hubiera perdido aquello que llevaba entre ellos.
-No es lo que tú crees. La tienda nos pertenece a los dos y quiere que le venda mi parte.
Retrocedí y me puse de espaldas a él. Aquello podía ser cierto pero ¿por qué se reunían a esas horas? ¿por qué tanto rato? Quería creerle, no deseaba otra cosa, sin embargo, mi dignidad se encrespaba como una ola en la tormenta de mi corazón. No podía engañarme pero yo lo deseaba. Deseaba permitir el engaño, deseaba pasar por alto sus mentiras, deseaba olvidar y perdonar pero, el desengaño era profundo y no daba paso a la clemencia. De pronto oí unas palabras que derrumbaron mi fortaleza ficticia.
-Ana... te quiero mucho... y tú lo sabes...
En mi interior, mi mente y mi corazón principiaron una batalla de violencia inaudita. La mente luchaba por la verdad, el honor, la dignidad. El corazón por el amor, el perdón, el olvido y la ignorancia sabia, esa que nos hace parecer tontos y pusilánimes cuando en realidad intentamos conseguir una serenidad y un acercamiento arropado por esa creencia considerada tantas veces como olvido aunque es solamente indulgencia y evitación de la destrucción de algo valioso conseguido a fuerza de generosidad. Las lágrimas rodaban incontenibles por mis mejillas y entre sollozos le dije:
-Piensa bien lo que quieres hacer con tu vida, Pablo. Yo no admitiré infidelidades, lo sabes muy bien, pero tampoco te pediré que estés a mi lado si tú no quieres. Puedes y debes escoger tu camino. Hemos hecho muy bien en no casarnos, así, nos podemos evitar muchos problemas, sólo con hacer la maleta y comprar un pasaje de avión, nuestras vidas darán un cambio de 180º y cada cual comenzará un nuevo camino.
No sé si aquellas palabras hicieron mella en su corazón o si sólo fueron el detonante de sus sentimientos pero me abrazó con fuerza y aunque intentó besarme en la boca, yo no pude aceptarlo. Todavía permanecía el espíritu intruso entre nosotros aunque comprendí como se debilitaba. Sentí latir con fuerza su corazón sobre mi pecho, el contacto de su piel me enterneció, su aliento sobre mi rostro me pertenecía, era mi hombre y una rebeldía predominó sobre todos los demás sentimientos. Aquel hombre era mío, el padre de ese hijo probable en mis entrañas, no lo dejaría escapar. Me abracé a él y oí unas palabras que, aunque sabía falsas, las acepté para esconderlas en ese lado del corazón donde se aloja la sensatez y el perdón, que no la ignorancia.
-No ha ocurrido nada irremediable...
Me sentí superior a él, conocía la verdad, pero elegía lo mejor para ambos, para los tres… Lo mejor para que, una familia en ciernes, débil e indefensa como un bebé recién nacido, se fortaleciera y creciera transformándose en un fuerte e indestructible árbol capaz de afrontar las tormentas con las que la vida nos ponía a prueba. Yo era el pilar de aquella unión, de aquella familia incipiente que debía llevar a buen término, era mi obligación, un deber impuesto si quería llegar a puerto. La vida era como un largo viaje marítimo en el cual te ves obligado a arrostrar más tormentas y huracanes que soles y calma chicha. Debía ser fuerte, aceptar el dolor y suavizarlo con la dulzura de la absolución e intentar mantener a flote el barco. Yo era el capitán de la nave, era preciso mantener el rumbo y no dejarme llevar por los miedos ante las feroces galernas, luego, como marinero avezado, me estrujaría el corazón en silencio y ante las preguntas ingenuas "¿pero cómo has podido?", respondería: "...uniendo al amor y al dolor del corazón, la sabiduría y fortaleza de la mente". Después, el silencio, la calma, como si mi trabajo fuera nulo. Sólo yo sería la poseedora de la verdad, de aquella renuncia que proporcionaba una estabilidad y una felicidad a todos cuantos me rodeaban y confiaban en mí.
Sí, correspondí al abrazo y, sin querer, mis ojos se posaron en la poinsetia que permanecía sobre la mesa. Las hojas rojas de floración se estaban tornando verdes, se regeneraban para volver a florecer en invierno. Y recordé las palabras de Pablo cuando me la regaló en la última Navidad, "...así será nuestra vida...".
La cabeza de Pablo se escondía entre la melena de Ana apoyada su cara en el hueco del hombro de la mujer amada. Sólo él supo de aquella lágrima escapada de sus ojos. Cuando se recuperó de la exaltación de su emotividad, cogió el rostro de Ana entre sus manos y perdiéndose en sus ojos le preguntó:
-¿Nos casamos por la iglesia o por lo civil, cómo prefieres?
MAGDA.