Ramón, el cartonero
Caminaban en yunta. Padre e hijo. Por las calles sucias de la ciudad. Hurgando en las bolsas de desechos de la gente que puede más, buscando un gramo de supervivencia que acumulaban en un viejo carrito de supermercado. Como quien hace las compras, como vos o yo, como ama de casa que evalúa si eso lo compra o no, como nuevo rico en shopping, como quien encarga un asadito flor para el domingo.
Así pasaban sus noches, viviendo del revés, cuando la gente común vive lo cotidiano, ellos sabían que en casa los esperaban tres pequeños y una mujer embarazada porque no lo sabía. Hay quien dice alegremente ¿No sé para qué tienen tantos hijos? Y ella, inocente, dentro de su sabiduría de manos ajadas y mirada triste, lo ignoraba. Nadie se lo enseñó, no sabía de anticonceptivos, ni prevención, ni salud. Solamente se daba ese raro lujo de vivir - cómo se podía ¿vio? -
Ramón entrenaba a su hijo en ese nuevo oficio del siglo XXI, rara paradoja y el chico juicioso atendía los ademanes del padre.
- Esto sí, esto no –
Cuando los tiempos eran buenos usaban guantes, pero esta temporadita las cosas estaban de veras mal, así que con sus dedos invasores revolvían, metían, sacaban, doblaban, separando lo que les brindaría unos pesos para la leche, el pan y algún guisito con olor a rico porque la patrona era una maga en la cocina. A veces no faltaba el vino en la mesa y el Ramón lo bebía de un trago para conciliar el sueño. Recordaba los buenos tiempos cuando su padre, obrero de Alpargatas cobraba un sueldo justo, que apenas alcanzaba para comer, pero sin carencias. La ropa la recibían de vecinos solidarios y parientes mejor posicionados. Ramón iba al colegio, jugaba a la pelota y hasta los quince vivió con penurias, pero como un chico de su edad.
Pero los gobernantes comenzaron a pelear por mejores carreteras, los inventores deslumbraban con avances tecnológicos increíbles y el pueblo se moría. Todos miraban para otro lado.
Y los chicos comenzaron a crecer sin infancia, y Ramón lloraba enredado en el vino que le proporcionaba un salvador sueño y a las cuatro al jaleo, que la madrugada eterna lo esperaba insolente.
Ya así pasaban los días. Y así pasaba la vida entre hirvientes asfaltos y noches tormentosas, con un domingo de sol sin parrillada y un sol de febrero sin playa.
Y así seguía la vida entre pan duro tostado y leche aguada para estirarla, en colas de hospitales cuando algún pibe se enfermaba, con la mirada triste y resignada de la mujer y los hijos.
Y así seguía la vida, y así venía la muerte…
Lili Frezza
