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“EL CHEPA”
Le llamaban “el chepa”. El apodo, impuesto popularmente por los vecinos del barrio a causa de su pronunciada joroba, le venía que ni pintado.
Era bajo de estatura, no mediría más de un metro treinta centímetros, por lo cual a mi me parecía un enano. Sin embargo, su rostro y toda su cabeza era la de un hombre normal y además no era feo. Sus facciones, correctas, pelo oscuro siempre bien peinado, presentaban unos ojos color avellana de mirada ligeramente triste, bastante bonitos.
Vivía en el portal que hacía esquina en la plazoleta, en el último piso y allí, en el balcón, observando la calle, le veía muchas veces cuando me encaminaba a realizar algún mandado de mi madre o bien, cuando me dirigía o volvía del colegio.
Nunca he sabido el motivo de la atracción que las personas con algún defecto físico ocasionaban en mi ánimo, sólo sé que esa clase de gente, despertaba en mi unos fuertes sentimientos que me llevaban a observarlos detenidamente –aunque también con disimulo para no ofender- junto a unos deseos imperiosos por ayudarles de alguna manera. Me parecía una tremenda injusticia de la vida esa discriminación e intentaba comprender por qué a unos se les dotaba de tanta belleza y a otros se les negaba. Esta característica de mi personalidad, fue la que me impulsó a observar, con disimulo, el ambiente familiar de aquel hombre apodado “el chepa”. Me hubiera gustado conocer, punto por punto, todas las características diarias, materiales y sentimentales, de la vida de aquel hombre.
En el barrio era muy comentado y criticado su matrimonio con una mujer bastante hermosa y de estatura corriente con la que tenía dos hijos (niño y niña) también de normal estatura. Claro que, aunque se criticaba, unas veces con cuchufletas y otras con extrañeza, disfrazada de compasión, nadie se atrevía a pregonarlo en alta voz porque, a pesar de su joroba, “el chepa”, era un hombre respetado y respetable.
Por aquellos años de la postguerra, -mediaba por entonces la década de los cuarenta-, la situación económica en España era muy precaria y cada cual se las arreglaba de la mejor manera posible para ganar algún dinero extra que le ayudara a subsistir. “El chepa” arreglaba aparatos de radio.
Cierto día, nuestro aparato de radio se estropeó, dejó de funcionar sin más y mi padre, que en cuanto tenía un rato libre se sentaba junto a él para no perderse ninguna de las noticias del momento, metió el aparato en una bolsa de hule y me lo entregó para que lo llevara a casa de “el chepa” y lo arreglase lo más rápido posible.
Este encargo me proporcionó la oportunidad buscada para investigar algo más en la vida cotidiana de aquel hombre que tanto me intrigaba y, satisfecha con aquella oportunidad, me dirigí a la casa que esquinaba en la plazoleta.
Mi padre era conocido en el barrio como “el abogado” puesto que tenía esta profesión y a todos nosotros, esposa e hijos, se nos conocía en conjunto con el apelativo de “los abogados”. Por esta circunstancia y porque mi padre, que era muchas veces requerido por el vecindario para aconsejar sobre algún asunto legal, la gente, le tenía cierta consideración y, siempre que se presentaba la ocasión de ayudar, los vecinos devolvían los favores de la manera en que les parecía más adecuada.
Y así fue como entré en casa de “el chepa” una mañana de sábado con el aparato de radio dentro de una bolsa de hule negro.
-Buenos días. Dice mi padre si podría usted arreglarnos la radio porque ha dejado de funcionar.
“El chepa” se encontraba frente a mí en el umbral de la puerta de su casa, abierta a mi llamada, preguntando, solícito, por mi presencia en su domicilio. Era verano y vestía unos pantalones y una camiseta sin mangas, cosa que me sorprendió puesto que nunca lo había visto de esta guisa y en lo primero que me fijé al hacerme pasar al interior y seguirle hasta una habitación donde se ocupaba de su trabajo, fue en su joroba que aparecía desnuda por el escote de su camiseta.
Aquello me pareció una excepción que debía aprovechar y, mientras seguía sus pasos, puse toda mi atención en observar aquella protuberancia enorme que le hacía parecer un dromedario enano. La tristeza que a mí me embargaba ante este defecto físico, no me pareció era compartida por él, pues muy ufano, y sonriente, comenzó a despanzurrar el aparato de radio y después de mirarlo, hacer pruebas con unas bombillas especiales desconocidas para mí y cables que chisporroteaban provocándome más de un susto imprevisto, me dijo que, lamentablemente, debía estudiar lo que le sucedía y que, cuando estuviera listo, nos lo llevaría a casa, por ser quienes éramos, añadió. Esa era su forma en devolver favor por favor, cosa que nosotros también agradecíamos.
A la salida, me acompañó por el pasillo la esposa mientras él continuaba en la habitación inmerso en sus quehaceres y entonces tuve la ocasión de observarla de cerca. Era hermosa, sí. Joven, de piel muy blanca, a mí me pareció bastante alta y peinaba un cabello oscuro ondulado, recogido en un moño. Al despedirme de ella en la puerta, la miré a los ojos y pude ver en ellos una tristeza enorme que me alteró el corazón hasta el extremo de levantar en mí una compasión mucho más intensa a la ocasionada por su marido “el chepa” Aquella mujer necesitaba consuelo, pensé. Y lo primero que me pregunté mientras bajaba las escaleras fue, cuál sería el motivo de tanta tristeza.
Lo supe pocos días después, o por lo menos lo intuí.
Había pasado una semana, era otra vez un sábado por la mañana, el aparato de radio todavía no había sido devuelto y mientras desayunábamos toda la familia sentados a la mesa, mi padre me dijo que, una vez finalizado el desayuno, debía acercarme a casa de “el chepa” para preguntar si el aparato de radio se podía arreglar o no. Pero los sucesos se precipitaron y no tuve tiempo de hacer el recado.
De pronto, oímos unos gritos que provenían del exterior, ruido de voces alteradas en la plazoleta y el pitido de un guardia que ponía orden. Corrimos todos al balcón y al asomarnos vimos lo ocurrido. Yo me escabullí como pude, y bajé las escaleras rápidamente. Al llegar al grupo de gente que rodeaba la escena, atravesé a codazos y ocupé la primera fila entre los espectadores. La esposa de “el chepa” permanecía en el suelo en una extraña postura. Las piernas dobladas en un ángulo imposible y la cabeza ensangrentada, dejaba al aire la masa encefálica. Los ojos entreabiertos, sin luz, me pareció que expresaban perplejidad. Luego oí los sollozos y las palabras de “el chepa”:
-¡…pobrecita… se avergonzaba de mi aspecto y no lo soportó más…!
El policía habló con los hombres de la ambulancia que llegaba en aquel momento:
-Se ha defenestrado- dijo.
Yo volví a casa. Los balcones de las casas que rodeaban la plazoleta, se cerraban uno tras otro. El espectáculo había finalizado.
Mi corazón estaba roto, asustado y dolorido. Y me pregunté: ¿Realmente existe un Dios bondadoso que nos cuida o somos nosotros quienes nos equivocamos continuamente en nuestras decisiones y luego debemos pagar nuestros errores?
Han pasado muchos años desde entonces y he vivido muchos sucesos, unos tristes, otros alegres, otros extraños, algunos totalmente incomprensibles…, pero todavía no he podido responder a la pregunta que me hice aquel triste día en el que la hermosa esposa de “el chepa” se tiró por el balcón para morir en la calle. Lo único que puedo certificar es que la vida de cada uno de nosotros, es un misterio. MAGDA.