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ImageShack.us EL DEBER CUMPLIDO
Estaba cansada. Necesitaba soledad. Me puse la chaqueta tres cuartos de lana gruesa, color beige, sobre el jersey marrón y los pantalones vaqueros. Me calcé los zapatos bajos de cordones y salí a la calle. Necesitaba pensar…, o no pensar nada…, dejar la mente en blanco durante un largo rato. No sabía lo que debía hacer, no tenía las ideas claras. Todo me parecía irreal. Mi vida junto a Bruno…, mis hijos…, mi hogar… Sentí un fuerte rechazo hacia todo lo que tenía, detestaba la realidad de mi vida y no sabía cómo cambiarla. Sería mejor decir que no podía cambiarla.
Caminé por el paseo solitario bordeado de árboles de hoja caduca que alfombraban el suelo con una capa crujiente de tonos amarillos y marrones. Me entretuve en arrastrar con los pies las hojas secas mientras escuchaba el chasquido producido al desmenuzarse. Las farolas se encendieron ofreciendo una tenue luz que, mezclada con la mortecina del ocaso, creaba en el ambiente una atmósfera ficticia… Como mi propia vida -pensé-. Una vida que no amaba. De pronto, comenzó a nevar, unos copos grandes parecidos a pelusas blancas, caían sobre mi chaqueta, sobre mi pelo, sobre mis labios con un beso frío. Se me ocurrió pensar que no era tiempo para aquel clima. Todavía estábamos en otoño, el verano se había alargado más de lo normal y, ahora, el tiempo daba un cambio brusco, nevaba. No pude evitar compararlo con mi estado de ánimo. Así me sucedía; del calor del entorno familiar, de la unión con todos los hijos y el esposo, al frío de la soledad del alma. Sin embargo, no deseaba volver. Y por enésima vez pensé en la necesidad de estar sola, de analizar mi vida. Pero no durante unos minutos o unas horas, no. Necesitaba mucho tiempo para poner en orden mi destrozada vida interna.
Cuando llegué a casa ya lo tenía decidido, me marchaba. Sabía que me tacharían de loca pero no me importaba. Una imperiosa necesidad me impulsaba a recapacitar en la soledad de un entorno diferente. Debía aclarar lo que ocurría en mi interior y poder volver a ser yo misma y para eso necesitaba estar sola y pensar…, pensar…
Pocos días después, me trasladé a la ciudad de provincias. Ciudad recoleta, escondida entre montes, resguardada por un cielo azul y frío que anunciaba el invierno. El silencio de las calles me sedujo. Los habitantes, cada cual dedicado a lo suyo, me observaron, en un principio, con curiosidad, luego me olvidaron. La casa era para mí sola y acomodé con cuidado los pocos enseres personales llevados conmigo. Una vez instalada, me dediqué a identificarme con el interior, con el aliento que exhalaban las paredes. Recorrí lentamente las habitaciones una a una, atisbé tras los visillos, la plaza solitaria donde se exhibía, en el centro, una enorme y vieja higuera rodeada de un poyete para sentarse, en aquel momento vacío, y descansar bajo su follaje. El frío invernal de la vieja Castilla se dejaba sentir y la gente se resguardaba en los hogares al calor de la lumbre.
Pasaron unos días de reposo, de silencio y análisis de una vida ingrata, plena de obligaciones acosadoras, sí, pero mezcladas con esa libertad de horarios y momentos deseados. Adela era mi vecina, una mujer casi de mi edad, pero curtida por la vida en el campo y hablamos, nos comunicamos y entablamos amistad. Me contó como había dejado la casuca y el huerto en las afueras de la ciudad para estar cerca de su hija; una mujer madura casada con un hombre hosco del que había tenido tres hijos, dos varones y una hembra. Ambas, madre e hija, se ayudaban la una a la otra, se explicaban sus historias, se comunicaban los chismes del barrio y de la pequeña ciudad y vivían en mutua connivencia de vida lenta de ciudad pequeña y antigua.
Comenzó a buscarme para acompañarla a dar un paseo. Acostumbraba a venir cercano el mediodía, sobre todo los días de sol. Bien abrigadas ambas, caminábamos hacia el monte, subíamos a la Ermita y allí descansábamos soportando con alegría el aire frío de la Sierra. Así comenzaron las confidencias.
Mi nombre era Mar pero a Adela no le gustaba, decía que no parecía nombre de mujer y le dio la ocurrencia de añadirle la vocal final que determina el femenino del nombre, y con ese nombre, Mara, me quedé, mientras reía de la ocurrencia. La libertad del tiempo propio llenaba mi vida un tanto ociosa. Me sentía feliz. Me comunicaba con los hijos por teléfono y ellos venían a verme algún fin de semana o yo me acercaba en el tren hasta la capital y allí desayunaba con ellos, hacíamos algunas compras caprichosas, me contaban sus cuitas aunque ese detalle siempre creaba en mí una inquietud que no comprendía en toda su dimensión. La intuición me decía que, en aquellas confidencias, un sentimiento se quedaba escondido de manera velada sin llegar a salir a la luz y esa turbación me dolía precisamente por su desconocimiento. Luego, cada cual, se iba a su sitio. Tenía una independencia total. No me debía a nadie ni a nada, no tenía que obligarme o renunciar, todo y cada uno de nosotros, estaba en su sitio correspondiente, pero, sin embargo, aquella emancipación, comenzó a quedarme grande, me sobraba como si fuera un jersey que no me pertenecía. Y entonces llegó la pregunta ¿qué hacía yo allí? Sola, sin quehaceres que marcaran una pauta en mi vida... ¿De qué me servía la libertad?
La respuesta llegó por sí sola. Un mañana tuve una nueva llamada telefónica de la mayor de mis hijas. Luis, el menor de los hermanos, había caído enfermo y aunque no era nada grave según los médicos, sólo una gripe epidémica a causa del frío invernal, después de una charla insustancial, me dijo con cierta renuencia:
-Mamá…, Luisito se queda solo en casa… Nosotros no podemos cuidarle y cuando volvemos nos sentimos muy cansados para dedicarle tiempo…- se quedó unos momentos en silencio mientras yo asimilaba sus palabras que me producían un intenso dolor en el corazón y terminó diciendo: -…mamá…, te necesitamos…
Aquellas palabras rompieron el dique que contenía mi dolor y se expandió por todo mi ser. En mi mente volvió a surgir la pregunta, esta vez contundente, más clara, en presente; “¿qué hago yo aquí?”, sin embargo, al mismo tiempo, una furia intensa se apoderaba de esa parte rebelde que pedía mi libertad a gritos. “Son mayores, saben cuidarse solos” –intentaba justificar con esas palabras mi negativa a volver al hogar para cumplir una obligación que detestaba. Y con rabia, respondí:
-Luis es suficientemente mayor para cuidarse una gripe..
-Pero mamá…-me interrumpió y sin permitir el final de la frase, repetí pluralizando:
-No insistáis…, no iré. Hablaré con él por teléfono. Yo también me he acatarrado y estoy sola, pero estoy a gusto. Debemos acostumbrarnos, cada cual debe vivir su vida.
-Mamá…-insistió mi hija- es necesario que vengas, las cosas no funcionan, te necesitamos, de verdad.
Colgué el teléfono indignada. Otra vez volvía la vida a imponerme una actividad que no deseaba y me enfrenté al destino como si fuera un enemigo. Poco a poco se calmaron mis ánimos y la sensatez se impuso. Tomó forma en mi mente como si un alfarero creara en su torno que giraba y giraba, una figura fija y bien diseñada. Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas al comprender la diáfana realidad de mi vida.
Al día siguiente hice las maletas, compré unos cuantos regalos y recorrí en solitario las calles de la ciudad que había dado cobijo a mis dudas y mis luchas. Tenía que aceptarlo, mi deber estaba en casa, con los hijos, aunque fueran mayores. Mis manos eran las que ofrecían consuelo, mis palabras las que aclaraban incertidumbres, mi sosiego el que conciliaba enfrentamientos, y mi persona era el refugio del cansancio diario aunque yo estuviera agotada. Yo era la fortaleza de ellos y la paz de sus luchas. Sí, me necesitaban. Sabía que volvería a perder mi libertad pero la vida me imponía cumplir el deber. Eso o el egoísmo propio que era mi independencia. Y claudiqué. Me despedí llorando de las añejas piedras, de los montes cercanos, de la Ermita visitada en los paseos diarios con Adela…, Adela…, la nueva amiga, la compañera animosa y callada, se acabaron nuestras confidencias. Volvía a la farragosa vida de la capital, a mis obligaciones, a cumplir con un deber continuo.
Por la mañana, con la maleta en la mano, me despedí de Adela. Mientra me alejaba camino de la estación, oí su voz:
-¡Mara…!
Al oír aquel nombre al que ella le había añadido una nota diferente, me volví para mirarla con una sonrisa en los labios. Allí estaba, en el quicio de la puerta con una mano alzada en ademán de despedida. Pronuncié un adiós que sólo oí yo... y las piedras que me rodeaban y seguí camino. Atrás quedaba mi libertad, mi independencia, me esperaba un futuro de cumplimientos y obligaciones pero mi corazón estaba sereno. MAGDA.