majareta

“Si Dios existe, le voy a pedir cuentas de lo absurdo de la vida, del dolor, de la muerte, de haber dado a unos la razón y a otros la estupidez... y de tantas otras cosas.”

Leonardo Sciascia.”



Se aventuró por los pasillos del hospital. Iba en busca de una habitación, la número 323, planta 6. Decidió hacerlo porque estaba harto de preguntar y no obtener repuesta. Sólo quería visitar a su mujer, convaleciente de una no demasiado grave enfermedad. Pero parecía que todos los empleados se hubiesen confabulado para negarle la información. ¡Demonios! Sólo quería visitar a su mujer, habitación 323, planta 6. Nada más.

Las primeras horas las pasó el marido sentado sobre un largo e incomodo asiento de madera. Observaba, venciendo como podía aquella sensación de tedio, o cómo iban y venían enfermos de poca monta o doctores jóvenes y algo remilgados. Lo miraban a él de cuando en cuando, y él los miraba a ellos, y en eso quedaba la cosa.

Pasadas ya algunas horas sin noticias de su mujer, decidió emprender la búsqueda por su cuenta y riesgo, preguntado por aquí y por allá. Ora en Recepción, ora a alguna apresurada enfermera que se cruzara por algún pasillo con él, ora a algún bedel de cansinos movimientos. Pero de nadie obtuvo la respuesta que buscaba.

-Por favor, busco la habitación 323, planta 6- se cansó a repetir. Aquella frase la tenía tan asimilada, que repiqueteaba como un mantra en su cabeza. Y nadie sin excepción supo o quiso indicarle.

El primer día llegó a su fin de esta manera. No abandonó el edificio principal en ningún momento. Deambuló, eso si, por todos los rincones y vericuetos, entró en cada despacho, en cada pequeño cubil. Se postró sobre cada mesa que encontró a su paso, tras la cual siempre asentía una atenta enfermera, o un conserje de rostro avieso, o alguien que portaba una bata blanca con el logotipo del centro sanitario. Pero el resultado siempre fue el mismo. Nadie conocía la existencia de la habitación 323, planta 6.

El segundo día llego al hospital con un talante distinto. Y el tercero. Y el cuarto también.

Un día, después de muchos de búsqueda incesante, se cansó. Dio por perdida a su mujer, que de eso sí estaba seguro, ingresó para una pequeña operación sin importancia, y de ella ya nunca más supo.

De pura pesadez, conocía a cada uno de los enfermeros y enfermeras, médicos adjuntos y celadores del centro médico. Todos los que se encontraban en aquel momento en el hospital, vieron y fueron testigos de cómo el hombre, arrasado su rostro en lágrimas, abandonaba la búsqueda y salía por la puerta principal del edificio.

-Gómez, no pierda la esperanza, hombre- le decía alguna enfermera que sentía profundamente la desdicha del hombre. –Verás como termina por aparecer- concluía posando un brazo sobre el hombro de aquel desdichado.

-Una desgracia sin paliativos. Algo nunca visto- le asestaba un celador cuando llegaba a su altura. –Es que pasan unas cosas- le decía el maldito con una sonrisa pintada en el rostro, y luego se giraba para seguir con su labor, fuera ésta la que fuera, que no sería otra que sentarse en la silla a contar como pasaban las horas hasta agotar el turno.

-Lo siento. De veras que lo siento- una mujer regordeta lo abrazaba y estrechaba entre sus carnes mientras se despedía de él, llorando ambos como niños chicos.

Y así, después de soportar muchos días de estupor, de búsqueda y desconsuelo, abandonó Gómez el hospital con la intención de no volver nunca más.

Pero no tardó mucho en volver. Aquella misma tarde se arrojó a las vías del tren, justo cuando pasaba uno de los mercancías más rápidos del día.

Entonces sí. Entonces la policía, y el juzgado, y la ambulancia, y el hospital también, parece que terminaron por hacerle algo de caso. A él o la que quedaba de él.

Hubo mucho barullo al recibir los restos. Muchos empleados del hospital se congregaron en la entrada de urgencias, en cuanto la ambulancia con estridente matraca hizo acto de presencia. Y la noticia corrió como la pólvora entre ellos cuando se supo.

-¿Sabes que Gómez se arrojó al tren?- le decía un doctorcillo barbilampiño a una enfermera que estaba a su lado-.

-¿Gómez? Creo que no me suena- respondía la mujer mientras sorbía un poco de café de un vaso de plástico.

-Si mujer. El loco que llevaba casi dos semanas buscando a su mujer, aquí, en el hospital-. El joven médico hizo un gesto como de incredulidad al observar que la enfermera no sabía nada del asunto.

-El que preguntaba sin cesar por la habitación 323, planta 6- continuaba por ver si situaba a la mujer en contexto.

-Pero si aquí no hay habitaciones con esos números. Y menos seis plantas- respondió la enfermera creyéndose víctima de una broma.

-Por eso, por eso-. El joven señalaba con el dedo índice justo en su sien. –Es que debía estar majareta, el tío-. Y como a la enfermera le hizo gracia, se rió.

CONFIEZO QUE AL PRINCIPIO ME INTRIGO, LOGRASTE QUE CREYERA QUE REALMENTE HABIA UNA MUJER INTERNADA ALLI,PERO AL SEGUIR LEYENDO DAS DEMASIADAS PISTAS QUE YA UNO POR LA MITAD SE DA CUENTA QUE ES UN COLIFATO.EL FINAL SOLO LO CONFIRMA.
ME HUBIERA GUSTADO QUEDARME MAS RATO CON LA DUDA DE COMO SE RESOLVIA EL CASO
UN CUENTO ORIGINAL ,QUE POR DEMÁS MUESTRA LA IRONIA DE ESTA SOCIEDAD INDIFERENTE .

Buena historia, con dos temas ,uno que causa hasta casi risa por la situacion del hombre, y el otro que denuncia una indiferencia del resto, que quizas es la culpable del desenlace de este cuento,

Muy buen relato Orwell. Muy bueno. Saludos,
Jose

Gracias a los tres. Me alegro de verdad que os haya gustado.
un saludo de orwell