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ImageShack.us SUTIL PREDESTINACIÓN
Nacimos las dos al mismo tiempo, yo unos minutos antes, por lo tanto éramos gemelas, sin embargo nos parecíamos como un huevo a una castaña, según se acostumbra a decir. Rosalía creció poco en estatura, regordeta y algo morena, no como yo que enseguida me estiré, tanto de piernas como de cara que decían quienes me conocían que la "tenía chupada", o sea, de pocas carnes o mofletes. También era de pelo más claro aunque nunca se me pudo llamar rubia pero sí era más blanca de piel que mi hermana, ella enseguida se tostaba y tomaba un color dorado en cuanto le daba el sol. A mí me llamaban Maricarmen, así, seguido, sin transición y así firmé siempre a lo largo de mi vida, y no sé si fue a causa de que la sobrepasaba en estatura pero siempre se me consideró la mayor.
Teníamos un hermano mayor que nosotras que, en realidad, no era un hermano porque era el hijo del segundo marido de nuestra madre con el cual se casó después de enviudar de nuestro padre. Se llamaba Damián y nunca llegamos a tener una intimidad de hermanos aunque él vino a vivir con nosotras cuando sólo tenía doce años y Rosalía y yo ocho. Cuando en nuestras conversaciones debíamos nombrarlo, lo hacíamos empleando el pronombre demostrativo “ese”, en lugar de su nombre propio, como si fuera algo añadido a nuestra vida que podía pegarse y despegarse.
Damián era delgado, alto, medio rubio, con ojos grises que al alegrarse se tornaban en un azul diáfano. El pelo se le ondulaba en cuanto lo dejaba crecer un poco y le daba un aspecto de angelote que, sin embargo, a mí me asustaba, porque Damián tenía algo dentro de sí que, aunque no se le veía, yo lo adivinaba y me atemorizaba. Era como si en su corazón, se hubiera derramado un puchero de agua hirviendo que le quemaba y destrozaba su interior pero que no se atrevía a descubrir porque aquel hervir de sus entrañas en lugar de sanarse se hubiera hecho más profundo si lo comunicaba. Por eso siempre estaba solo y hablaba poco, justo lo necesario y cuando lo hacía su voz me emocionaba. Era como los coros de la iglesia cuando se celebraba alguna festividad, grave y melodiosa, firme y alegre al mismo tiempo y, en ocasiones, sus palabras eran para mí como un llanto oculto, como un río desbordado que controlaba con una maestría digna de admiración, siempre procurando evitar la demostración de aquel extraño dolor que solamente yo intuía.
Mi madre se había casado, después del fallecimiento de nuestro padre, sólo por tener una compañía. Era de esa clase de mujeres que necesitaba apoyarse en otro más fuerte que ella para enfrentarse a las vicisitudes de la vida y, cuando enviudó, se sintió desamparada. Nosotras, Rosalía y yo, teníamos entonces cinco años, casi seis, y sin darnos cuenta, fuimos dejando de recordar a nuestro verdadero padre. Luego, un día, pasado un tiempo, mi madre se presentó en casa con aquel hombre, alto, y un chico que nos miró con extrañeza y cierta superioridad y sólo se le ocurrió decirnos que aquel era nuestro nuevo padre y el chico nuestro hermano. Yo miré a Rosalía y ella a mí, sin saber qué pensar. ¿Cómo podíamos tener de pronto un padre y un hermano completamente desconocidos?
En un principio, el chico y nosotras nos estudiamos para, después, poco a poco, empezarnos a odiar. Sin embargo, pronto percibí en él un misterio, algo que no era común en los chicos de su edad; su silencio, su manera de observarlo todo, a mi hermana y a mí, y así fue como yo también comencé a estudiarlo. Pronto me percaté de aquella particularidad suya que comencé a utilizar, en un principio para conocerle mejor, y luego porque me gustaba hacerle cambiar el color gris de sus ojos al otro de un azul diáfano cuando se alegraba. Así fue como comencé a acercarme a él y, de vez en cuando, sin que nadie lo supiera, procuraba darle una alegría para poder contemplar aquel insólito cambio de color en sus ojos que a mí me parecía como si, lentamente, se fuera apagando una bombilla mientras dejaba paso a la luz de otra. Le regalaba un cromo, le daba una nuez o una piña llena de piñones recién recogida del suelo en el pinar situado junto a la casa... o si llegaba a mis manos un caramelo lo compartía con él. Damián nunca despreciaba mi dádiva, lo cogía con sus manos grandes que parecían de hombre, lo miraba, y la mayoría de las veces lo guardaba en su bolsillo, por lo tanto, tampoco podía saber que hacía con ello, pero después, cuando me miraba, veía como la luz azul de sus ojos, apartaba a la otra gris, aquella que le hacía aparecer como si fuera un día de niebla.
Le gustaba entretenerse con su navaja haciendo figuritas con los trozos de madera de pino que recogía del monte. Iba a la orilla del riachuelo cercano a nuestra casa y allí, en silencio, trabajaba sus tallas. El día que me regaló la barca lo hizo en silencio, me la entregó sin decir nada y se marchó como avergonzado de sí mismo. Sin saberlo, de manera sutil, llegué a amarlo y así entró en mi vida para siempre.
Yo comencé a observarle, a seguirle en sus escapadas hacia el río, a ayudarle a buscar los trozos de madera de pino que pudieran servirle para modelar sus figuras; los guardábamos en un pequeño fardelito que él mismo había realizado sin la ayuda de nadie. Lo adiviné al ver como la tela estaba unida con unas puntadas torpes y grandes y la vuelta donde se metía la cinta para cerrarlo, se deshacía cada pocos centímetros. Una tarde me llevé mi caja de labor donde guardaba agujas, hilos, ganchillos y lanas de colores y mientras él trabajaba con su navaja en la forma de algo que parecía una persona, cosí con puntadas justas y lo más precisas posibles, aquel fardelito de tela basta que no sabía como la había conseguido. Luego, a punto de cruz en un tono azul fuerte, semejante al de sus ojos cuando se alegraban, en el centro de la tela le grabé las letras, DAMIÁN. Aquel día dejó de ser "ese", para ser la persona que llevaba su nombre. Fue el día en el que más intensidad azul tuvo su mirada y aunque no sonrió con la boca, sus ojos no me pudieron engañar, en aquel puntito luminoso surgido como una estrella en lo más profundo de su pupila, reconocí su felicidad. Sin embargo, yo quería descubrir el motivo de aquella acre tristeza oculta en su corazón, aquel dolor causante de las nubes grises en su mirada limpia, hasta que, un día, cayó el velo que encubría la verdad.
Rosalía y yo dormíamos en el piso alto de la casa, Damián en el bajo, en una habitación pequeña junto a la cocina y mi madre con su hosco marido, al otro extremo del pasillo de donde se encontraba nuestro cuarto. Algunas mañanas de aquel verano cuando vinieron a vivir a nuestra casa, tanto a Rosalía como a mí, nos despertaban golpes, ruidos inexplicables y algunos sonidos que nos parecían llantos o quejas que llegaban desde el piso bajo, pero pronto enmudecían y tanto mi hermana como yo, pensábamos eran cosa de sueños o pesadillas.
Era el principio de una mañana luminosa cuando escuchamos los ruidos más fuertes que nunca. Las carreras de mi madre por la escalera hasta el piso bajo, los gritos, el llanto, nos sobresaltaron y, en camisón, salimos al pasillo del piso alto donde nos asomamos a la barandilla para averiguar lo sucedido. Desde allí pudimos ver a Damián; tenía en la mano la escopeta de caza de su padre, en la habitación, entorpeciendo la entrada, el cuerpo de nuestro padrastro caído en el suelo boca arriba, dejaba ver una mancha sanguinolenta que desfiguraba por completo lo que había sido su cara. Damián tiró la escopeta al suelo, junto al cadáver, se acercó al teléfono colgado en la pared y marcó unos números, luego le oí decir:
-He matado a mi padre.
Poco después se presentó la Guardia Civil en compañía del Juez y un hombre al que llamaban el forense que se dedicó a inspeccionar el cuerpo caído en el suelo. Dos guardias civiles y el Juez hablaron algo con Damián al que presentí sereno, después, se lo llevaron en el coche, pero antes de traspasar el umbral de la puerta, volvió la cabeza y me miró. Pude ver su mirada gris, tormentosa, pero al cruzarse nuestros ojos, alrededor de su pupila, el azul intenso comenzó a ganar terreno. Luego se fue.
Cuando el Juez dejó a los Guardias civiles y volvió a hablar con el forense, sólo oí unas palabras incomprensibles entonces para mí:
-Abusaba de él desde hace tiempo... - meneó la cabeza como cuando no se puede solucionar un problema y dejó que los sanitarios pusieran el cadáver en la ambulancia.
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Habían pasado casi 20 años desde aquel suceso. La casa seguía igual pero ya no quedaba nadie más que nosotros desde entonces, ahora aquel lugar me pertenecía. Volvíamos del cementerio de enterrar a mi madre; mi hermana Rosalía había muerto un año después de aquel incidente terrible, de una pulmonía mal curada -dijeron- y a mi me internaron en un colegio. Por lo tanto yo era la única heredera, todo me pertenecía y al encontrarme otra vez entre aquellas paredes abandonadas hacía tanto tiempo, los recuerdos se revolvieron furiosos en la mente.
Oí sus pasos, sus brazos fuertes me envolvieron dando calor además de a mi cuerpo, a los helados recuerdos. Sólo dijo:
-Vámonos a casa... esto lo tomaremos con calma... te quiero...
Le miré a los ojos, el azul intenso se había apoderado de sus pupilas y me besó en los labios, yo sólo supe responder:
-Sí, Damián, vámonos..., yo también te quiero...
MAGDA.-