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 LA CASA

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Xanino
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Xanino


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MensajeTema: LA CASA   LA CASA Icon_minitimeDom Dic 13, 2009 10:53 am

LA CASA


Me paré frente a la casa. Todo era destrucción a su alrededor. El resto de los edificios que formaban la manzana ya habían sido demolidos y solo ella quedaba en pie como si se tratara de un milagro.

Me había llevado a San Sebastián un fuerte impulso provocado por un sueño en el que veía a mi madre repitiendo con ansiedad una misma frase: “La casa de Ondarreta, la casa de Ondarreta”. Y para intentar descifrar aquellas palabras que no tenían mucho sentido para mí, llegué a la ciudad sin equipaje en un corto viaje de ida y vuelta.

El tren me dejó en la estación sobre las tres de la tarde e inmediatamente me dirigí al Barrio de Ondarreta donde habíamos vivido durante años y donde también habíamos nacido los ocho hermanos que, junto a mis padres, formábamos la familia de la que yo era el último miembro en llegar. No tenía ningún motivo aparente, sin embargo, me sentía nerviosa; caminaba deprisa con una extraña sensación de inexplicable premura, como si tuviera una cita con un amante desconocido.

En cuanto atravesé el túnel que deja atrás la playa de La Concha, vi la casa. Solitaria, erguida entre los escombros. Me acerqué en una lenta observación hasta que me paré frente a ella recordando tantos años vividos entre sus paredes. Ahora los muros estaban oscuros, envejecidos por la pátina del tiempo. Los balcones, cubiertos por persianas destrozadas, ocultaban el misterio de su interior a curiosas miradas. Al alzar mis ojos hasta la buhardilla que destacaba entre el bermellón de la cubierta del tejado como si fuera una atalaya, me fijé en la ventana por la que infinidad de veces había contemplado el bravío mar; ahora estaba clausurada por una tabla clavada en el vano ofreciendo a la vista una fuerte impresión de abandono, destrucción y muerte.

La extraña sensación de apresuramiento percibida durante el camino, se había transformado, de pronto, en una profunda calma y me senté en un banco del paseo para contemplar el edificio con tranquilidad. Mientras estudiaba su antigua arquitectura, una extraña sensación se apoderaba de mi interior de manera paulatina. La casa me parecía un ser vivo que me transmitía una emotividad incomprensible y me decía: “No, no estoy muerta, estoy viva, esperándote”.

Ensimismada en estas percepciones, no me percaté de que el mar cambiaba su color azul intenso por un tono gris oscuro; el cielo se tornó plomizo y el viento comenzó a arrastrar una niebla espesa que ocultó por completo la cima del monte Igueldo y la pequeña isla de Santa Clara. Apenas tuve tiempo de recordar que estaba frente al Cantábrico y una galerna, de las que se forman rápidamente en el Norte, estaba a punto de estallar. De pronto arreció la lluvia que empapó todo mi cuerpo en un instante y cuando buscaba un lugar donde guarecerme, descubrí una abertura en la valla de protección que rodeaba la casa. Sin dudarlo la traspasé y me introduje en el portal. Fue necesario detenerme para acostumbrar mis ojos a la oscuridad; en aquel espacio vacío olía a mar, a cemento húmedo y sólo se oía el silbido sobrecogedor del viento a través de las rendijas. Sin ser consciente del hecho, por un raro impulso indeterminado, comencé a subir las escaleras de madera, anchas, de casa antigua, desgastadas por el paso de los años. Sentía crujir los escalones bajo mi peso como si estuvieran vivos y protestasen ante la invasión. Seguí subiendo, al primer piso, al segundo, despacio. Las puertas permanecían cerradas, celosas de sus secretos. En algunas se veía una imagen de metal clavada encima de la mirilla sólo sujeta por uno de los extremos, circunstancia que acrecentaba la idea de destrucción y abandono, de algo pasado, muerto.

Al fin llegué al tercer piso y miré hacia arriba. Aún quedaba un corto tramo de escaleras; en el techo, un lucero destrozado dejaba pasar la luz y parte de la lluvia que, mezclada con el polvo, formaba burbujitas de color ocre. Subí estremecida hasta la buhardilla donde yo había nacido hacía ya tanto tiempo... La puerta estaba agujereada por la carcoma y en algunos puntos, los estragos provocados por los años, dejaban al aire unas muescas de madera al natural, sin pulir. Al sentir en lo más hondo de mi corazón como todo aquello me había pertenecido alguna vez, lo acaricié con la dulzura que se acaricia a un niño o a un enfermo. Presioné mi mano sobre la vieja madera para sentir su contacto. Sí. Allí aún quedaba vida, calor de tiempos pasados, de derrotas y victorias, de tristezas y alegrías y también de amor. La empujé ligeramente, con un chirrido imperceptible se abrió asustando a una rata que escapó para esconderse en un agujero y penetré en su interior. La oscuridad me obligó a encender el mechero, sólo divisé polvo y telarañas. ¿Qué hacía yo allí? -me pregunté-.

Miré alrededor abarcando una visión general de la estancia y no pude evitar rememorar la figura de mis padres todavía jóvenes, esperanzados, con hijos pequeños, felices en aquel lugar. Luego, la marcha para siempre impuesta por las circunstancias adversas, hacia otras ciudades de nuestra no menos querida España.

Me acerqué a la ventana y al arrancar un trozo de la madera claveteada y podrida que la cubría, entró por el hueco un resquicio de luz que iluminó la estancia con una tenue luz. Comencé a recorrer las habitaciones paso a paso al mismo tiempo que, con la imaginación, situaba en ellas a cada persona de mi familia. En un cuarto interior, en uno de los rincones, escondido en la penumbra entre un montón de telarañas, se encontraba un armario desvencijado. No tenía puertas, sólo permanecían en su sitio algunos cajones intactos. El lugar me intimidaba, mis sentidos captaban una energía fuerte, muy especial. Me disponía a salir amedrentada por las sensaciones cuando una ráfaga de aire me dejó helada; no era posible, todo estaba cerrado, no podía haber corriente. Con el mechero encendido comprobé como la llama se mantenía vertical cosa que dio certeza a mi pensamiento y esto me asustó, allí se encontraba algo sobrenatural. Me disponía a salir lo más rápido posible cuando un ruido me sobresaltó; el asa de uno de los cajones se había caído al suelo. La curiosidad pudo entonces más que mi miedo y me acerqué para intentar abrir el cajón, pero no pude, estaba muy encajado y sin el asa no había ninguna posibilidad de tirar para sacarlo. Esta dificultad exacerbó mi interés en lugar de atenuarlo y haciendo fuerza con las uñas en las ranuras, conseguí abrirlo. En el interior había un libro y con él entre mis manos me acerqué a la ventana para verlo con claridad. Estaba en bastante buen uso. Las tapas eran oscuras con los cuatro cantos de las esquinas protegidos por una moldura de metal ligeramente herrumbrosa. Lo abrí con mucho cuidado. Las hojas llenas de manchas de humedad de color marrón, dejaban ver unas tenues rayas transversales muy finas y en la primera página se veía una caligrafía antigua estilo gótico con mayúsculas muy adornadas. La intensa sorpresa me cortó la respiración. Había reconocido la letra de mi padre, decía así: “Valentina y yo nos casamos el 18 de Junio de 1.918” La impresión me erizó la piel de la nuca. Era el libro donde él acostumbraba a escribir los acontecimientos familiares. Yo recordaba como a lo largo de nuestras vidas, se había hablado muchas veces sobre aquel libro del que nadie conocía su paradero y, ahora, lo encontraba allí, dentro de un cajón en el que se había quedado… ¿olvidado?... durante años y a punto de desaparecer para siempre con la cercana demolición de la casa.

Seguí hojeando el libro. Algunas palabras estaban borradas por la humedad y el tiempo. Leí nombres conocidos, sucesos recordados: “...Paquito se cayó en la playa y se rompió una pierna...” Más adelante: “...nos ha nacido otra niña...” y seguido el nombre de una de mis hermanas. Estaba emocionada, el temblor de las manos me ocasionaba dificultad para pasar las hojas y un sentimiento de profanar algo sagrado se apoderó de mí. En una de las últimas páginas escritas leí: “El 29 de Mayo nos ha nacido una niña muy rubia, se llamará...” No pude continuar la lectura, las lágrimas me nublaban la vista; era la noticia de mi nacimiento escrita por la mano de mi padre. Hice un esfuerzo y con torpe control del llanto, continué en la lectura: “...ni Valentina ni yo deseábamos el nacimiento de esta criatura pero, ahora que está aquí, sentimos por ella una especial ternura y algo interno e inexplicable nos dice que ella será la que, de alguna manera, perpetuará nuestro recuerdo”.
Sentí una extraña emoción mezcla de amor, paz y suceso concluido. Cerré el libro, lo estreché contra mi pecho y me fui de la casa en silencio, con respeto, como si saliera de un templo.

Cuando llegué a la calle la galerna había cesado. La isla dibujaba con claridad su contorno en el centro de la bahía y el castillo del Monte Igueldo destacaba en su cima mientras el crepúsculo teñía de anaranjado unos jirones de nubes.

Me acerqué hasta la playa, me descalcé y hundí los pies en la arena notando la humedad del agua. Luego me senté en la orilla y frente al mar que me vio nacer me puse a pensar. Ahora ya sabía por qué estaba en San Sebastián. La casa donde yo había nacido iba a ser destruida, con ella, todo lo que podía encontrarse en su interior y aquel libro era un tesoro que, por alguna razón no desvelada, yo debía descubrir. Y entonces llegó a mi memoria el sueño en el cual mi madre se lamentaba: “...la casa en Ondarreta...”, que, en realidad, había sido la causa de mi viaje, y la ráfaga de aire en el cuarto interior de la casa, y el tirador desprendido del cajón sin que nadie lo tocara… Era evidente que “alguien” intentaba avisarme para que yo encontrara el libro. Sentí un fuerte escalofrío y miré hacia el edificio al que ya no le descubrí vida. Como agonizante en espera de una última visita para expirar en paz, con mi llegada había muerto para siempre.

Desde la distancia que separaba la playa de la casa, me fijé en la buhardilla y me quedé petrificada. En aquella ventana sin cristales de la cual yo había arrancado la madera que la tapiaba, estaba la figura sonriente de mi madre. De manera inconsciente levanté una mano para saludarla y ella hizo lo mismo en un ademán de despedida, luego, desapareció.

Recogí mis zapatos y me fui paseando hacia la Concha, debía de tomar el tren de regreso a Madrid, se hacía tarde. La brisa marina acariciaba mi rostro y el mar tenía ahora un hermoso color verde. Volví a mirar el libro que llevaba entre mis manos apretado contra mi pecho y sin poder evitarlo, lloré.

MARÍA MAGDALENA – A la memoria de mis padres, Francisco y Valentina, con todo mi amor.
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MensajeTema: Re: LA CASA   LA CASA Icon_minitimeDom Dic 13, 2009 2:39 pm

Desde lo más hondo de mi ser te felicito por tan hermoso y sobretoco emotivo relato. A partir de ahora cada vez que visite Donostia ( San Sebastian ) ( viví 6 años en Hondarribia y volveré pronto a vivir allí ) no dejaré de hacer una visita a la zona de Ondarreta y tratar de imaginarme el lugar donde estuvo tu casa.

La casa donde nacemos siempre nos marca y nos marcará la vida, siempre. Nací en un casa donde viví hasta las nueve años y que jamás nunca he podido olvidar, de hecho muchas de las veces que he vuelto a Canarias después de años de vivir en diferentes ciudades del Estado español y de Europa siempre hacía una visita a aquella casa y sus derredores como queriendo revivir unos años que me han marcado como persona.

Alguna vez volví a entrar a aquella casa, aún en pie y habitada por otra familia y por lo tanto con otra cara pero nunca he dejado de verla y sentirla como yo la recordaba de pequeño hasta en sus más intimos detalles llegando incluso a percibir el aroma de las cosas y los detalles de aquéllos tiempos en que todo era aún más antiguo que el tiempo presente en quellos instantes.

Cuando creemos que abandonamos la casa donde nacemos ocurre que con el tiempo descubrimos que no fue así, descubrimos que a ésta siempre nos la hemos llevado dentro con nosotros allá donde después seguimos o fuimos a vivir. La casa es el lugar más sagrado que llevamos dentro, es parte de nosotros mismos y siempre lo será.

Cada vez que dejamos un hogar en el que hemos vivido ( y yo he vivido en muchísimas casas ) dejamos algo de nosotros ahí; pero nada es comparable con aquella casa donde vinimos al mundo, en la que recordamos lo más intimo y viejo de nosotros mismos en este mundo al que un día llegamos.

Felicidades por transportarnos a una vivencia casi colectiva en general y a mi en particular por hacerme recorrer de nuevo las calles de Donostia-Ondarreta y la Concha en particular.

Teknarit, África.

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MensajeTema: Re: LA CASA   LA CASA Icon_minitimeDom Dic 13, 2009 3:53 pm

Ha sido muy emocionante leer tus palabras,la manera en que vas describiendo ésa casa ,tan llena de recuerdos y cargada de emotividad.
Xanino,he disfrutado mucho cuando te detenias en los pequeños detalles ,cuando te embargaba la emoción...realmente eres afortunada de tener una experiencia tan rica,y conmoverora.
En algunos momentos me sentí identificada contigo,con tu sentir,con la fluidez de tus sentimientos.
Ha sido como una lluvia fina,como una llovizna al corazón.

Abrazos de pétalosdeseda!
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MensajeTema: Re: LA CASA   LA CASA Icon_minitimeLun Dic 14, 2009 9:26 pm

Felicitaciones, más nada que agragar, he visto la casa la he sentido y eso para mi es más que suficiente.
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MensajeTema: Re: LA CASA   LA CASA Icon_minitimeMiér Dic 16, 2009 12:34 am

nuevamente, ha sido un placer leerte.
espero que todos tengan la posibilidad de saber por qué.
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MensajeTema: Re: LA CASA   LA CASA Icon_minitimeMiér Dic 16, 2009 4:53 am

Muchas gracias a los cuatro por vuestras palabras. Este relato que es casi biográfico, sólo adornado con algunos detalles de la imaginación para hacerlo más ameno, como comprenderéis, es muy entrañable para mí. Lo escribí con una gran emoción después de morir mi madre de quien sentí una fuerte protección tras su muerte. Se lo debía.
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MensajeTema: Re: LA CASA   LA CASA Icon_minitime

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