Agra
La ciudad más pestilente del universo mundo. El viajero que se ha estado jugando la vida por las carreteras de la India para acercarse al Taj Mahal, cruza al fin los lindes de Agra adentrándose en un camino polvoriento a cuyos lados algunas paredes semiderruídas muestran simulacros de lo que quieren ser las primeras casas de los arrabales.
Nada más llegar, un olor imposible a putrefacción, orines callejeros, aguas de estercolero, diarrea esparcida por el aire irrespirable, le recibe.
Miles de hindúes apretujados en calles absolutamente incapaces de abarcarlos siguen como en una lava el curso de la corriente humana. El calor es agobiante, el tufo caliente se apodera de la ropa, la pituitaria, el pelo y el alma del viajero.
El cual es, por otra parte, el único que parece percibirlo. Los nativos caminan impávidos, a un ritmo constante y uniforme, como si todos ellos, miles, millones de personas en un hormiguero sin tropiezos, hubieran descubierto al mismo tiempo un ritmo que no es el de nadie en particular y al que hay que incorporarse. Rishjaws motorizados y ruidosos, algunos, los menos, de tracción humana, pasan por en medio de la corriente humana sin que la lógica pueda explicar el milagro de la ausencia de accidentes.
Vacas sesteando en mitad de la calle, a veces en grupos indiferentes a todo, a veces en meditación solitaria, tumbadas en el suelo, con exactamente la misma quietud y la misma ausencia que si estuvieran en medio de un prado, mientras un ruido infernal acompaña a la muchedumbre que pasa rozándolas continuamente.
Tullidos, leprosos, paralíticos, mujerucas que solo son una tira de piel sobre huesos perfectamente visibles. Perros a los que la sarna ha reducido a la cuarta parte su pelaje.
Y el olor, los olores. Agresivos e insoportables, dueños y señores de toda la ciudad, sin remisión para nadie, sin que nadie pueda escapar a ellos escondiéndose en lugares inexistentes que le permitan respirar unos segundos.
El calor es su aliado más encarnizado. El viajero piensa que es una triste broma la advertencia contra el agua contaminada, la recomendación de beber siempre agua embotellada: qué más da el agua, si ese es el único aire que va a respirar en Agra, ese aire es suficiente para matar a cualquiera que no esté avezado a respirar por las orejas, o, si es posible, sólo por los poros de disminuido filtro, anegados por el sudor.
La mochila debe ir siempre delante de él, en Agra, no a su espalda; un brazo continuamente encima de ella; la ciudad tiene conseguida la triste fama de ser el lugar donde mayor es el peligro de que te roben hasta los calzoncillos mientras paseas por la calle.
Media hora de andar por la sede del Taj y empieza, sin embargo, a producirse un extraño cambio.
El olfato del viajero se ha rendido, ya ha renunciado a continuar siendo el protagonista salvajemente maltratado que pide misericordia y se retuerce en protestas.
Y entonces, el extraño y maravilloso cambio. La vista recobra su oportunidad perdida.
Como ante una repentina explosión de color, el viajero se sorprende al sentir la vista flotando dichosa entre la belleza de Agra. Los olores parecen no molestar ya, ¿es posible que él se haya convertido, por magia, ósmosis, agotamiento u otra razón incomprensible, en uno de ellos? Las ropas de las mujeres, procesión interminable de colores en movimiento, los rostros de los y las hindúes, esa serenidad que emana de cada piel oscura, cobriza, aceitunada, blanca, marrón.
Los puestos de fruta, enormes en diversidad y plasticidad, los ojos negrísimos y profundos debajo de turbantes blancos y perfectos. Las hileras ordenadas y exóticas de mil clases de especias sobre un carrito ambulante. Cabelleras negras azuladas, brillantes y cuidadas con aceites.
Y, finalmente, el Taj
Cuando el viajero llega frente al Taj Mahal se ve obligado a frotarse los ojos. El mausoleo es visible incluso antes de cruzar la puerta de entrada, a lo lejos, al fondo, justo enfrente. Imponente y bellísimo, de una blancura de mármol que refleja toda la luz en la distancia como un dios que resiste indiferente la crueldad más aplastante del un sol inmisericorde, sin que le afecte en lo más mínimo, haciéndose incluso un servidor humilde de su belleza, para resaltarla.
Todo el que viaja a la India conoce la leyenda del Taj Mahjal. En 1631, el Sha Jahan tuvo que asistir a la muerte de su favorita, Mumtaz Mahal, que faleció al dar a luz. Mandó construir el mausoleo, pero convencido de que nadie, ningún arquitecto, comprendería su dolor ante la muerte de su amada, hizo matar a la mujer del artista, en la certeza de que solo así el pobre hombre podría entender sus sentimientos y conseguir una obra que los expresara.
Una bestialidad, sin duda. Pero todo en la India es desmesurado, todo es exageradamente cruel y extremadamente hermoso.
Queda una sensación de alivio, cuando uno deja Agra a sus espaldas. Pero queda también una añoranza increíble, por algo que sólo has vislumbrado, sólo en un atisbo has podido medio conocer. La seducción de la belleza sobre los sentidos y la rendición total de éstos no la he experimentado en ningún otro lugar de forma ni siquiera similar.