INOCENCIA ULTRAJADA (SEGUNDA PARTE)

La muchacha subió a su transporte danzando entre estrellas y lunas, envuelta en un manto con aroma a rosas frescas. Nunca había pololeado y sabía que en casa, eso causaría revuelo, ya imaginaba la cara de su madre. Por lo que decidió guardarse el secreto. Sabia de los pololeos por lo que le comentaban sus amigas, pero nunca ella había pensado en que a esa edad se lo pedirían. Andrea le había contado que era hermoso pololear, pasear con el pololo, tomarse de la mano, un beso muy a lo lejos y muchas cartas. Iba tan abstraída que no se dio cuenta que la micro apartó su ruta, los pocos pasajeros que venían se habían bajado, solamente quedaba ella. Afuera llovía a mares y el viento bullía a gritos. Se levantó de su asiento y caminó por el largo pasillo. Cuando llegó y estuvo frente al conductor se dio cuenta de que era el mismo hombre de la mañana, le causó un poco de temor y preguntó:
- ¿Por qué se ha apartado de la ruta? – El hombre mirándola con unos ojos brillosos y una sonrisa que dejaba entrever sus fea dentadura le contestó: - Está cortado el camino por la lluvia y además debo entregar unas cajas donde los Murillo. No será demora. Nos iremos de inmediato.-
El hombre le mintió, no había entrega en la casa de los Murillo, pasó muy lejos del lugar y se perdió en el bosque, llegando a un sitio muy solitario y oscuro. Luisa, estaba temblando de miedo, le pedía regresara al pueblo o que la dejara bajar. Sin hacer caso de lo que decía la muchacha, el hombre detuvo la máquina y se acercó a ella riendo. La cogió fuertemente entre sus brazos y comenzó a besarla. Luisa trataba de escapar y llorando gritaba la dejara, mas el hombre parecía loco y la desnudaba desgarrando sus ropas.


Ahí estaba, desnuda, tendida en el pasillo del micro, llorando, envuelta en noche de dolor y sufrida, con su inocencia ultrajada y el corazón hecho pedazos. El hombre se abotonaba la camisa sin dejar de mirarla y le decía:
- No se lo dirás a nadie, de lo contrario te quitaré la vida y a tu madre también.-
Luego la arrastró hacia la puerta de bajada y la lanzó fuera, junto con su ropa. Encendió la máquina y se marchó del lugar.
La lluvia caía sobre el cuerpo de la muchacha y el viento parecía bullir con más fuerzas, como embravecido y lleno de ira. Como pudo, Luisa se acomodó su ropa. Estaba desorientada y envuelta en pavor. No sabía que rumbo tomar. Comenzó a caminar sin sentido hasta que vio una luz a lo lejos.

Los perros salieron a su encuentro mojados y ladrando, se ceñían a sus piernas, como si la conocieran, movían su rabo y no se apartaron de ella hasta que tocó a la puerta de la casa. Una mujer con una vela en las manos y cubierta con un camisón largo entreabrió la puerta y lanzando un grito mas calmo que el del viento, llamó a Tomás.
– Pero ¡Ven pronto hombre!, que aquí hay una muchacha perdida, pobrecita hijita, como vino a dar por estos rumbos.- Y tomándole las manos la encaminó cerca del fogón atizando los leños.
– Trae unas mantas Tomás, esta niña está empapada y muy helada, hay que sacarle esto mojado, de lo contrario agarrará una gripe tremenda.-
Luisa no decía palabra alguna, como sonámbula se dejó cubrir por la mujer sin dejar de llorar. La humilde mujer, preparó un te en un gran tazón y se lo ofreció a la muchacha.
Don Tomás, esposo de la mujer, miraba a Luisa con ojos de lástima y muy preocupado le preguntó:
-Pero hijita, díganos que está haciendo por acá con este aguacero, como se perdió, o cuéntenos que le pasó. – De pronto el hombre se llevó la mano a la cabeza y exclamó:
- Pero, ¡Si usted es la señorita Luisa!, la hija de doña Merceditas. ¡Válgame Dios niña! ¡Qué lejos está de su casa! Voy a ensillar al overo y me voy a avisarle a su mamá. Abrígala bien Inés que no le vaya a dar calentura.-
Y salió cogiendo una manta que colgaba de un perchero cerca de la puerta.
Entre palabras envueltas en llanto, la muchacha contó a doña Inés lo sucedido, le suplicaba no dijera nada, porque el hombre la mataría y a su madre también. Doña Inés, se mordía los labios de furia, abrazada a Luisa la protegía y calmaba.

Como a las dos horas se sintió el ruido de un vehículo, Luisa se acurrucó en el sillón de mimbre con sus ojos cubiertos de miedo. Doña Inés le dijo:
- Calma mi niña, debe ser el Tomás con doña Merceditas, no tenga miedo-

Doña Mercedes, entró a la habitación con su abrigo negro y un gorro de lana de color verde, tejido por ella misma en esas noches junto al fogón. Miró a Luisa con aire de repudio, se acercó a ella y le dijo:
- Y ahora, ¿Qué ha sucedido? Me has tenido en vela toda la noche. Pero, ¿Qué facha es está? ¿Dónde está tu ropa?-
Doña Inés apartó a la mujer hacia un rincón de la habitación y le contó lo que había sucedido. Doña Mercedes tambaleante, arrimó una silla y se dejó caer en ella. El rostro de doña Mercedes palideció por completo y llevándose las manos al rostro exclamó:
- ¡Dios mío! ¡Qué van a decir en el pueblo cuando esto se sepa! ¡Vamos a ser el hazme reír de todo el mundo! ¿Qué has hecho Luisa?
Luego de unos momentos, doña Mercedes pidió a don Tomás que cargara a Luisa al auto que esperaba afuera. Agradeció a los dos esposos, sin antes pedirles que nada de lo acontecido se contara, era una vergüenza para la familia.
Doña Inés movía la cabeza y don Tomás se pasaba la mano por su cara una y otra vez. Ellos eran humildes, pero no les pareció bien ni correcto, la actitud de doña Mercedes. La muchacha había sido ultrajada, no tenía la culpa, ahora necesitaba más cariño y afecto que nunca, los dos se abrazaron y entraron a la casa. La lluvia había amainado, el viento soplaba más suave y la mañana se acercaba lenta y pausada.