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 ACUARELAS COLONIALES (NOVELA- Entrega 28)

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Alejandra Correas Vázquez
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Alejandra Correas Vázquez


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MensajeTema: ACUARELAS COLONIALES (NOVELA- Entrega 28)   ACUARELAS  COLONIALES  (NOVELA- Entrega 28) Icon_minitimeJue Ago 06, 2020 3:53 pm

ACUARELAS  COLONIALES
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NOVELA
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por Alejandra Correas Vázquez
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CAMINO  DE  CHILE

Acuarela  Treinta  y  Tres

La abuela Inés, sobria y altiva siempre, era casi enigmática para nosotros.  Por lo menos muy diferente a nuestro temperamento emocional del Tucumán cordobés. Viuda muy joven, debió quedarse en la Merced por sus hijos,  ella era la madre de nuestro padre.

No procedía como nosotros del Virreinato del Perú. Había nacido en el Reyno de Chile, en una ciudad fronteriza a la nuestra provincia del Tucumán, llamada Mendoza, situada al pie de la gran cordillera de Los Andes, de nieves eternas. Ella transmitía siempre algo de esa imponencia soberbia, con su cauteloso estilo.

La ciudad chilena de Mendoza, estando próxima en distancia, estaba para nosotros más lejos que Arica y Chuquisaca, porque su gente era distinta, diferente. Los nativos naturales incluso, no hablaban el quichua, que escuchabase en toda la población india a lo largo de nuestro Virreinato, desde Quito hasta nuestra serranía cordobesa.
 
Chile es otro país, dentro del hispánisimo imperio. Mendoza tiene una Aduana Seca, muy rígida, que nos separa, y el comercio entre ambos países es escaso y caro. La población española mendocina responde a estas diferencias. Azotada por feroces malones se ha reconcentrado en sí misma. Los habitantes mendocinos son cautos, medidos, ceremoniosos y sobrios. La abuela Inés siempre nos sorprendió con su temperamento controlado.

Nuestras vehemencias familiares, no conllevaban un enojo real en ninguna circunstancia, pero a ella la mantuvieron sorprendida toda la vida. La abuela Inés era muy extraña para nosotros. Jamás se inquietaba. Pensaba largas horas una contestación, no la conocíamos discutiendo nunca y su timbre de voz fue siempre parejo. En Inés que compartía la vida de las mujeres y la teníamos a diario junto a nosotras, era notoria la funcionalidad de un temperamento distinto. Mendocino. Chileno.

Se deslizaba despacio cuando caminaba, hablaba en tonos parejos y en largas secuencias. Teníamos que detenernos a escucharla, puesto que ella no participaba del diálogo saltarín que nosotros manejábamos. Muy blanca y de ojos claros. Siempre cuidadosa en el atuendo, se mortificaba con nuestros entusiasmos y no intervenía en ellos. Nuestro padre había heredado algunas de sus peculiaridades, pero su función de altivo patriarca de la Merced, no coaligaba bien con sus apatías o silencios.

Mucho me asombró por años la atmósfera extraña que ella irradiaba, habiéndola nosotros concebido como un ser único, sin parangones ni afines, hasta que conocí Mendoza. Hasta que palpamos el conjunto familiar del cual ella procedía.

El Virreinato del Perú y el Reyno de Chile (así nombrado) se anteponían como dos naciones diferentes en su administración, sus autoridades, sus familias y heredades. La genealogía de las familias del Alto Perú llevaban un mismo entronque hasta la Provincia de Tucumán. Las Chile, ya desde el tiempo de los Almagros, abrieron una tradición distinta. Y distintos los apellidos de las prosapias hispanas.

Pasar del Tucumán a Mendoza era pasar una frontera estatal. Las autorizaciones legales (para nosotros) se tramitaban en el despacho del Virrey. No fue difícil conseguirla ya que papasito Cirilo pasaba varios meses en Lima., y él deseaba aprovisionarse de buenos caballos, de especímenes de raza arábiga, dada la fama que era hecha por los ejemplares chileno-mendocinos. El ganado caballar de aquella procedencia había evolucionado en una hermosa adaptación al pie de la cordillera andina. Se hacía provechosa en nuestra serranía, favoreciéndole las circunstancias de altura, que el apunamiento del Alto Perú no lo hacía propicio. Y el papasito Cirilo deseaba adquirir algunos de esos ejemplares.

El abuelo Cirilo era muy joven entonces. Fue emocionante para él cuando papasito, su padre, lo hizo responsable de este proyecto. Partió para Chile acompañado de su hermano Andrónico y llegando a Mendoza, tuvo como primer encargo presentarse en casa del Corregidor. Fue allí que conoció a nuestra abuela Inés, casi una niña en aquel tiempo, una beldad rubia de la que quedó cautivado.

Los Corregidores se suceden en Mendoza en forma hereditaria y nuestro bisabuelo era el segundo de la misma familia que aún retiene dicho cargo. La distancia y la lejanía hacían posible esta condición. Siendo esta ciudad pertenencia de una administración diferente dentro del Imperio Español, la abuela Inés luego de su matrimonio con el abuelo Cirilo quedaría desarraigada de sus lares desde entonces, y prácticamente no iba adaptarse nunca s los nuestros.

Nuestro viaje hacia el Reyno de Chile fue largo y difícil cambiando de rutas varias veces, pues las ciudades chilenas de Mendoza y San Juan no tenían una ruta directa con la provincia del Tucumán. Queríamos conocer a nuestros parientes chilenos de Mendoza y cumplimos con nuestro interés. Allí contemplé toda una ciudad que se movilizaba como ella, como la abuela Inés. Que hablaba con palabras medidas. Que aún en el tumulto de una gran fiesta era imposible escuchar la conversación vecina.

En el trato había que detallarlo todo. Una gran amabilidad se expresaba en nuestra parentela, tanto como una distancia imprecisable que yo siempre había advertido en Inés, pero que aquí era colectivo, extendido a todos los habitantes. Recién entre ellos llegué a penetrar en el temple medido de nuestra abuela, y comprobé con asombro, la sobrevivencia de elementos propios a aquella tierra andina y chilena, que persistía en mi padre y que luego reaparecieron en mi hermano menor.

Hay fuerzas que están más adentro nuestro, que las circunstancias vivientes de cada uno. Son energías que se han transmitido por la tierra. Y que se expresaron en nuestra familia aún de la crianza, la convivencia y las generaciones. Cuarenta años después de partir de Mendoza, la abuela Inés con su voz calma se parecía a toda su ciudad y no se parecía a nosotros. Buscaba hallar en la familia que formábamos, aquellas conversaciones silenciosas, aquellas fiestas de grandes cenas y suaves murmullos donde yo, proveniente del nuestro gran Tucumán, participé asombrada, Más tarde mi hermano Rufino, tres generaciones después, siendo el menor, presentaría el mismo espíritu.

El recuerdo más firme que conservo de Chile, cuando entramos en Mendoza, es el amanecer que nos embriagó durante el trayecto. Yo dormía recostada sobre los ampulosos brazos de Micaela, pero ella me despertó con su voz aguda para mostrarme el primer rayo del alba. Todo el escenario era aún violeta y contra el recorte montañoso una tenue línea naranja, amenazaba con la llegada del día.

A través de las ventanillas del carruaje su lentitud era pasmosa, como si la prisa hubiera estado prohibida. Ningún amanecer ha vuelto a tener para mí aquella fascinación. La inmensa escenografía acompañó el tiempo prologándolo, y sobre el violeta hiriente se recortó el primer punto de luz con temerosidad y duda.

Parecía una luciérnaga cubierta por un manto violado donde la noche había cobrado color. El escenario magnificaba el milagro luminoso, y cohibía mi inercia como si me reprochara no salir en su búsqueda. El delirio estaba solamente al comienzo. El rayo brotó como escapado de su prisión y continuadamente a él, dos puntos se presentaron en el horizonte deslindado. Eran más feroces los puntos al emerger que el rayo al perderse en el universo.

El manto naranja tenía fosforescencias rosas y en otros sitios también amarillentas. Cuando la luz dominó al mundo, yo volví a quedar dormida. Débil. Extenuada. Mansamente volví a caer en los negros brazos de mi niñera Micaela, reteniendo en mis pupilas aquella obra teatral, prístina, que no habría de reproducirse para mí, con la misma intensidad nunca. Porque era mi primer encuentro contemplativo, cara a cara, con el Alba.

Al despertar, Chile nos ofrecía la imponencia cordillerana, la majestad de los Andes, blanca, deslumbradora, que en su inmensidad cobraba pausa y dominio. La esencia mendocina surgía de aquel abismo original. Mi breve estadía entre los chilenos me ofreció aquellas dos presentaciones teatralizantes.

La abuela Inés como parte de ellos trasponía su umbral y viajaba con nosotros. Nuestro padre acariciaba el lomo brillante de los caballos chilenos, seleccionando los más airosos para su compra. Algo elocuente en la elegancia de los zainos, en aquella escenografía mendocina, parecía explicarnos la sobria altivez de la abuela Inés, y el sol cordillerano nos ofreció su mensaje fraterno.

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