SED

Darwin levanta un poco la cara, tiene tierra pegada en la mejilla, los labios blancos y resecos, hace un esfuerzo por hablar. No puede, la sed se lo impide. Me acercó para tratar de ayudarlo. Pone su brazo sobre mi pierna e intenta apoyarse para ponerse de pie, pero la maleta en su espalda y los 30 kilos de mota que trae en ella, le pesan más que una montaña. Sus ojos hundidos, negros, negrísimos, me miran desde otro tiempo. Del fondo de su garganta, encogida por la sed, sale un susurro —No seas cabrón, no me dejes morir así, di que dije algo— luego despierto con la boca seca, pastosa y siento la necesidad de un trago. Me levanto, bajo las escaleras, voy a la cocina tomo un vaso y lo lleno directamente del fregadero. Me bebo el agua con su sabor terroso sin pensar en las amibas. Es ya la segunda semana que tengo ese sueño. Cada noche veo a Darwin, lo encuentro justo unos instantes antes de morir de deshidratación y dejar sus huesos blanquearse en alguna parte del extenso desierto de Arizona.

No pide agua o ayuda para seguir ni me encomienda que vea por sus hijos. No, lo único que solicita es que le haga decir algo antes de morir, que quede constancia de que cuando la muerte lo encontró tirado en medio de aquella soledad hirviente, él la enfrentó valiente, o cuando menos de manera irreverente y le espetó al huesudo rostro, algo mordaz, irónico. Trato de imaginar sus últimos momentos dando pasos falsos entre la tierra árida, mirando al horizonte, el sol cayéndole a plomo, desorientado, sediento naufragando en un inmenso mar de arena. Camina hasta que ya no le quedan fuerzas, cae y muerde el polvo, un lagarto cornudo corre a esconderse bajo una roca, único testigo. Su reptil presencia observa el remolino caliente que se acerca. Darwin llora sin lágrimas, no hay más agua en su cuerpo. La tibia ráfaga de polvo lo envuelve, él se siente flotar y que de a poco se abandona. Piensa, con terrible amargura, en sus tres hijos, son demasiado pequeños para quedarse sin padre —No puedo quedarme aquí— se dice —no puedo— y mueve sus manos. Siente la arena en sus dedos, los cierra en un puño, respira y empuja con lo último que le queda, levanta su torso, luego pone sus fuerzas en una rodilla, con mucho esfuerzo se pone de pie. Mira hacia el cielo, no hay una sola nube. Lleva tres días perdido, caminado sin rumbo, sin agua y sin comida. Buscaba el sueño americano y ahora solo busca regresar a casa, con sus niños.

Mira a la izquierda, luego a la derecha, se pregunta qué hacer, sabe que no le quedan muchas opciones. Tembloroso de un paso y luego otro, el aire se espesa, por la izquierda hay unos arbustos a unos cinco metros, se los pone como meta —un paso a la vez— se repite como un integrante de alcohólicos anónimos. Avanza siete u ocho pasos, la maleta le pesa, quisiera dejarla, pero le han prometido 3000 dólares si consigue llevar hasta Tucson. Es más dinero del que ha tenido. Da dos pasos más y se desvanece, lo ha dado todo. La muerte le llega pelándole los dientes gustosa de tener otra víctima más, aquel desierto es su jardín de huesos. Darwin ha cerrado sus ojos, sabe, con terrible certeza, que va a morir y lo acepta. La muerte se posa sobre él y de pronto ya no siente sed ni cansancio, la maleta ya no le pesa. Flota liviano.

No hay otro ser humano en kilómetros a la redonda, nadie puede escucharlo, pero lo dice, aquello será su epitafio. Una ola de electricidad recorre su cerebro, las neuronas hacen sinapsis, las palabras se forman, su boca las dice —mejor me hubiera ido por el otro lado— Muere sonriendo. Tres meses después un alguacil del sheriff que se encuentra haciendo su recorrido observa unos buitres volando sobre unos matojos. Hace demasiado calor y no quiere dejar el aire acondicionado que lleva encendido a tope en su camioneta de cargo. Sus diez años de experiencia lo han familiarizado con el entorno, en ese tiempo lleva 37 rind’s, así es como les llaman en su unidad a los cuerpos momificados, acartonados por el viento seco del desierto que van encontrando. Intenta ver algo con sus binoculares. No funciona. Tiene que caminar a revisar que es lo que está pasando.

Toca el claxon de la camioneta, eso asusta a los buitres que vuelan unos cuantos metros y se quedan a la espera. El aguacil, un hombre fornido nacido en Massachusetts, camina entre la arena hasta topar con un cadáver. Se trata de Darwin. No se lo han comido los coyotes, pero alguien robó la maleta que estaba sujeta a la espalda de su fiambre. El oficial informa por radio de su hallazgo. —Central, aquí el oficial Robertson, he encontrado un cadáver a unos 3 kilómetros al norte del arroyo seco— regresa a la camioneta, esperará resguardado del calor a que lleguen los forenses.

Escribo esto, lo guardo en la computadora y se lo dedico —Ahí lo tienes piche Darwin, es para lo que te alcanzaba. Nunca fuiste un genio. Tampoco te iba a poner a filosofar como un iluminado. Ahora por favor déjame dormir tranquilo— pero como sé que no se puede confiar demasiado en los muertos, cada noche le dejo un vaso con agua fresca sobre la mesa.

Bien escrito amigo, pude ver la escena con claridad. Un muy lindo trabajo. Abrazo Jaime

Un final magnífico e inesperado:


"Escribo esto, lo guardo en la computadora y se lo dedico —Ahí lo tienes piche Darwin, es para lo que te alcanzaba. Nunca fuiste un genio. Tampoco te iba a poner a filosofar como un iluminado. Ahora por favor déjame dormir tranquilo— pero como sé que no se puede confiar demasiado en los muertos, cada noche le dejo un vaso con agua fresca sobre la mes".

Una historia muy bien contada. Me gustó.
Nilda