Fue cuando mi memoria empezó a desentender sus rasgos que me colé en la casa. Era una tarde color plata, viscosa. Esperé que los padres salieran a hacer mandados. Subí las escaleras haciendo el mayor ruido posible. Entré, vi algo, no era él, no sé qué era. Un ente; una figura desértica. Fue hallar la luna en esa habitación, un sólido con forma humana pero tan distante e inerte como el satélite que nos escolta. Lloré, lo sacudí, incluso lo golpeé y vi cómo esa masa daba contra la alfombra sacudiéndose apenas. Rompí una ventana y salí. No me importó dejarlo atrás porque no era él a quien dejaba. Desde entonces resultó ser un enigma saber dónde encontrarlo, saber qué había sido de él. A la casa no volví; allí no había más que su sombra. Aquella tarde color plata fue la última en muchos sentidos.
Intensas cavilaciones alentaron la osadía de creer que puedo descifrar el enigma. Los médicos nunca se atrevieron a formular un diagnóstico en voz alta; sus padres culpan esa interminable caída por las escaleras; yo jamás confié: me consta que el filo del escalón pueda quebrar una vida, pero no es el caso de mi amigo, de vida, ausente, pero al fin. Desertó su propio cuerpo, cuerpo que erró en la realidad como una casa sin huésped. En su momento pensé que Rita era la culpable de todo; lo abandonó, lo dejó como tirado a un lado de la carretera, y figuré que el pobre, de tristeza, se había ahogado dentro de sí. Hoy, producto de esas cavilaciones ya mencionadas, sigo otra teoría, desenvaino la espada para defenderla, siempre tuve puesta la capa: hoy manejo la certeza de que fue prisionero.
Indeleble recuerdo de aquella tarde color plata: no respondía al más agudo dolor, las pupilas azules atascadas, fácil confundirlo con un muñeco, con la perfecta escultura de un virtuoso; pero bajo la piel latía el reloj orgánico y la sangre se desplazaba de pies a cabeza como en mí, como en quien sea que lea. Crecía la barba, uñas también, tímidas identificaciones de una vida que no termina de definirse. La ciencia conjetura que su cerebro reincide un ciclo de sueño; mi teoría dice otra cosa. Lo que sufre mi querido amigo, sea por la crueldad de Rita, sea por la caída interminable, sea por ambas o por alguna materia que soslaye mi raciocinio, es la invalidez de sus sentidos todos. Por eso está cautivo, comprimido contra el peso de su cuerpo inanimado. Se encuentra en un infinito donde está extinto todo lo relacionado a la percepción; como si llevara sellados los oídos, pegados los párpados, la lengua toda recubierta con cemento, la nariz taponada, y le fuera insensible cada extremo de piel, incluso los reconfortantes pálpitos del pecho. Es en la medida en que no es cuerpo, porque dejó de serlo; su amorfa existencia radica en un oxímoron inenarrable, un vacío en el sentido perfecto de la definición, donde el debate del Ser yace en todos lados y a la vez en ninguno.
A veces salgo a su encuentro; acostado, cierro los ojos y desconecto los sentidos al punto de rozar esa nada atemporal donde erra. Percibo, acaso por un avasallante tris, su soledad y desconsuelo; percibo el eco muerto de mis pensamientos voraginosos, y es entonces, cuando más no puedo tolerarlo, que regreso al amparo de mis sentidos, y mis yemas sienten, mis ojos ven, y aprecio como se inflaman mis pulmones y escucho los pájaros sobrevolando las ramas. Al contrario de mí, él no tiene sentidos en los que ampararse.
Solían arrastrarlo a la plaza; trababan las ruedas y quedaba a un costado, la mirada azul con fijación sin sentido; ellos tomaban mate, comían bizcochitos, sólo a veces reían. Le llegaba el aroma de la acacia, y el perenne aleteo de colibríes; las ráfagas erizaban cada cabello en cada poro y las nubes armaban figuras para que las descifre; pero todo contexto le era esquivo porque no tenía cómo recibir la información. Podía lamerlo un perro, morderlo, no lo hubiera sentido; podía llover a cántaros que no iba a humedecerse, su cuerpo lo habría hecho; podía sonar la melodía más maravillosa que él no hubiera llorado.
Las circunstancias indisponen mi razón: ahora deduce que nuestra integridad se cimenta en la sincrónica labor de nuestros sentidos, los verdaderos déspotas en esta verdadera urdimbre; él, víctima de estos cinco, no sabría que vivió ni sabrá que murió, si es o será. Mi amigo, náufrago en las fuliginosas aguas de la incertidumbre.