Dave ama Los Ángeles, es su lugar favorito en todo el mundo. Tan diferente, tan alejado de su aburrido y natal Basildon. Ama los rascacielos, las palmeras y la arena. En Los Ángeles también ha encontrado a los mejores dealers del mundo. Los dealers todos son unos hijos de puta con el alma negra y mutilada, adictos a la peor droga que la humanidad a inventado; el dinero. Su necesidad, su adición es tal que son capaces de cualquier cosa para conseguirlo. Lo que los hace diferentes es la calidad de la mercancía que manejan. Dave visita a varios, en su agenda maneja los números de los más exclusivos, incluso lleva a uno a sus giras. La mejor coca colombiana, la mariguana mexicana, la heroína paquistaní, las mejores anfetas cocinadas en los sótanos de Norteamérica. Los Ángeles significan el punto de encuentro para todo lo que más le gusta. Pero no esta noche.
Su aspecto es el de un junkie, su comportamiento también, los temblores, los pinchazos en sus brazos y la desesperación en su rostro lo confirman. Se arrastra por un sucio callejón hasta unas escaleras que lo conectan con la luz, su luz, su escape, su calma. El cuerpo le duele, cada musculo le reclama con punzadas de dolor, sus entrañas hierven, el síntoma de abstinencia le esta machacando los nervios. Temblando, sudando frio sube esas escaleras, toca una puerta mugrienta, un negro enorme abre y le pregunta que mierdas quiere —soy Dave— contesta. El negro se sorprende.
No puede creer que la piltrafa que ahora está sentada en su sillón sea Dave. Un año atrás millones de personas lo aclamaban y se ponían a sus pies, todos sus deseos eran cumplidos incluso antes de que él los pidiera. Era Dave Gahan vocalista de Depeche Mode. Ahora es solo Dave un junkie callejero a quien la lluvia acida y el remolino de la droga han cubierto con su black celebration.
Dave encuentra una cuchara y un mechero, cocina la droga intentando controlar los temblores para no desperdiciar nada. El negro le alarga una jeringa usada, Dave duda en tomarla y le pregunta que si no tiene una nueva. El gordo le dice que le va a costar caro. Dave saca su billetera y avienta uno de cien a los pies del negro. El negro no los ve caer pero si descubre que Dave tiene unos cuantos más de los mismos, metidos en esa fina cartera italiana.
De algún lugar saca una jeringuilla envuelta en celofán. Dave la toma y remanga su camisa, uno de sus últimos tatuajes se le ha infectado, supura y la zona enrojecida le escuece. Pero sabe que pronto pasará todo, bastará un pequeño pinchazo para sumergirse en esa calma marrón que la droga le permite. Sujeta su antebrazo con una correa, se da unas palmadas para resaltar la vena, la encuentra, se da el pinchazo. A su mente llegan fragmentos de su niñez y de Moby Dick. Es un mal chiste pero se ríe. Él es un capitán Ahab arponeando la ballena estúpida y perversa de la fama.
Todo sobreviene en negro. Las paredes y la realidad se funden. Las voces, el temblor, el dolor se desvanece. Dave cae en un pozo oscuro. Pero la sensación no dura demasiado. El negro destello se esfuma y la necesidad vuelve a aguijonear sus terminales nerviosas. Un par de billetes le consiguen otra dosis. La prepara se inyecta y se pierde. Esta vez el paraíso negro se sostiene un poco más.
El negro gordo le da un par de cachetadas, no consigue hacerlo reaccionar –mierda, mierda, mierda— repite desesperado en voz alta. Dave Gahan no se puede morir en su sillón. El maldito junkie se sobrepasó y él no tiene que pagar por su estupidez. Lo arrastra afuera, Dave es un guiñapo de 50 kilos. En el callejón lo carga en uno de sus hombros, lo mete a un auto y conduce. No es bueno que la policía encuentre un pavo frio cerca de su casa. No es conveniente para el negocio. Y menos si ese pavo es famoso. Recorre un par de manzanas, luego gira y entra en una avenida, conduce moderadamente, sería muy mala suerte que lo detuvieran por pasarse un alto.
Conduce despacio pero nervioso, respira con calma cuando alcanza a ver el destello neón del hospital. Para alejado de la entrada y de la luz que pudiera delatarlo. Saca el bulto y lo deposita en el suelo. Lo mueve buscando su cartera, la encuentra y se la queda, también un par de anillos y una cadena. Es justo se dice para convencerse. Patea a Dave en un par de ocasiones, sin fuerza, no busca hacerle daño, lo hace para liberar un poco de tensión —maldito estúpido— grita y se da media vuelta de regreso al auto. Acelera y se pierde en el tráfico.
Los Ángeles siguen el curso de la noche sin extrañar a Dave. La ciudad permanecerá cuando el ya no exista. Dave ama los Ángeles pero esta noche los ángeles lo han abandonado. Alguien lo encuentra lo suben en una camilla y lo ingresan. No tiene pulso, sus pupilas no reaccionan. Una enfermera lo reconoce —¡oh por dios es Dave Gahan!— lo recuerda perfecto, lo vio en Pasadena en ese concierto memorable. Dave gahan se está muriendo y con el acaba Depeche, está segura de eso.
Al otro lado del mundo Martin L. Gore juega con su novia a vestirse de mujer, Andy Fletcher se ingresa en una clínica para curar su depresión. Dave está muriendo y ellos lo sienten. El sueño de tres chicos de Basildon armados con sintetizadores se convirtió en pesadilla gracias al éxito y los excesos. Ellos querían hacer música para matar las aburridas tardes de su juventud. Se subieron a la montaña rusa de la fama, ahora eran millonarios, aclamados, famosos, pero sus vidas privadas iban en picada. Los problemas los estaban aplastando. Depeche era una buena banda, de las mejores; Martin era el cerebro, Andy el compañero perfecto, pero Dave era el alma.
Dave recibe una inyección de adrenalina, RCP y una descarga de energía sobre su pecho. Escucha que alguien lo llama, duda si volver o quedarse. La necesidad, su necesidad, su dolor, su insatisfacción, su hastío, la voz que lo estaba llamando; todo desaparece. Se muere por dos minutos y simplemente disfruta el silencio.