Buscaba papeles en la parte más alta del placard de mi cuarto. La escribana me había pedido escrituras, constancias de pago de contribución, en fin, documentos enojosos y venía posponiéndolo. Finalmente encontré las viejas carpetas de cartulina y rollos de recibos.
Subida a una silla, como estaba, con los ojos al borde del estante, me pareció ver un objeto oscuro de pequeño tamaño.
Estirando el brazo logré alcanzarlo. Se trataba de un librito, prolijamente encuadernado, aunque cubierto de polvo.
Pasé el dedo por su portada para quitarle el polvo y alcancé a leer “Cartoline dal Piemonte” en letras doradas, desvanecidas por el tiempo.
¡Es el libro de postales de abuela! Mamá siempre rezongaba porque sospechaba que lo habíamos roto en nuestros juegos infantiles, de esa época es que lo recuerdo, y no me resultaba para nada atractivo…¡esas fotos viejas en blanco y negro! Le contestaba que no tenía idea de donde podía estar…pero para ella debía ser importante porque lo recordaba a menudo -pensé.
Debía tener cerca de cien años. El último viaje de mis abuelos a Italia fue en los años veinte, treinta a más tardar. Iban a regresar en los cincuenta, pero abuelo se enfermó.
Abrí la tapa con sumo cuidado, por si se había pegado, pero estaba bastante bien conservado, excepto por una coloración sepia que avanzaba de los bordes hacia adentro. El papel era satinado y las fotografías en blanco y negro, de gran nitidez.
Las postales se desplegaban como un acordeón. Comenzaba con vistas de Turín, ciudad principal del Piamonte, que fuera capital de Italia durante los años en que allí estaba establecida la corte de los Saboya.
La plaza de San Carlos… con las dos iglesias a ambos lados de la vía Roma y el campanario en la iglesia de la derecha ¿de quién será el monumento ecuestre que está en el medio?
Cerré los ojos y me transporté en el tiempo a ese lugar. Señoras metidas en sus corsets, con níveas blusas de cuello alto, largas faldas y el cabello recogido en un moño alto,paseaban del brazo de sus esposos. Ellos iban de riguroso traje oscuro, con los cuellos de sus camisas almidonados y corbata de moño. Detrás de algunas de esas distinguidas parejas, venían niñeras uniformadas llevando de la mano a niños vestidos de marinerito.
Las señoras elegantes llevaban sombreros y guantes largos, diferenciándose de las mujeres trabajadoras del pueblo, que atravesaban la plaza con sus cestos de mimbre rebosantes de legumbres.
Podía oler las castañas asadas del puesto ubicado a un lado de la gran plaza. También podía escuchar las voces de los niños suplicándole a la niñera que les comprara castañas y a ella pidiéndoles que hicieran silencio, para no molestar a sus patrones.
Al otro extremo de la plaza había un puesto de venta de flores, atendido por una señora con un pañuelo cubriéndole la cabeza, anudado en la nuca. Las rosas y azucenas perfumaban la tarde… porque era la luz típica de la tarde, algo fatigada.
Un tranvía rodeaba la estatua, haciendo sonar la campana para anunciar su presencia a los paseantes.
El sol acariciaba la escena, no quemaba como el de nuestros días.
Me fui de la plaza San Carlos y pasé a otro monumento histórico de Turín, el Teatro Real. La foto lo mostraba colmado de público, había sillas en los pasillos. Todos murmuraban porque el espectáculo no comenzaba… ya se sabe que la paciencia no es una virtud cardinal de los latinos. Me hubiera gustado poder decirles que disfrutaran de ese hermoso teatro que poco después se quemaría por completo. El murmullo iba in crescendo, por lo que decidí pasar a otra postal.
Me trasladé al puente Vittorio Emanuelle I, sobre el río Po, en el día de su inauguración. La muchedumbre bulliciosa ocupaba cada centímetro de la flamante estructura. Frente a una de las cabeceras del puente, se alza la Iglesia de la Gran Madre de Dios, con su frontispicio, columnata y cúpula tan parecidos al Panteón de Roma. La gente gritaba “vivas” a los reyes que habían asistido al acontecimiento y una banda musical animaba con sus instrumentos de viento y percusión.
Demasiado ruido, decidí pasar a la siguiente postal, la Puerta Palatina, entrada a la ciudadela de la época romana. Sus grandes torreones están unidos por una edificación de tres niveles con dos grandes arcos centrales rodeados de dos menores. Un trozo de muralla permanece adherido a uno de los lados. La región sufrió tantas invasiones que no es de extrañarse que sólo en el Piamonte se hablen nueve idiomas. Se puede apreciar una estatua romana, un hombre con su traje de combate, tal vez algún emperador o general destacado, pero no consigo leer la inscripción.
Paso a la siguiente, lo que me permite caminar por las orillas del Po. Damas con sus sombrillas dan un paseo en bote frente al Castillo medieval del Vitorino, rodeado de parques con árboles frondosos y fuentes cantarinas. Unos cientos de metros corriente abajo, las lavanderas trajinan con la ropa blanca que ponen a secar allí mismo, en grandes tendederos.
Me voy a otra postal en la que se muestra, en una calle céntrica, un carro tirado por un caballo, que tiene por cometido rociar las calles con agua para limpiarlas y refrescar el pavimento ¿Turín seguirá siendo tan limpia?
Paso unas cuantas postales hasta llegar a una de Alessandria, provincia de mis abuelos. Visito la Plaza Vittorio Emanuelle II, con el Palacio Municipal en uno de sus lados, la estación de Ferrocarril, el Duomo y me detengo a pasear por la calle Umberto I, a la sombra de los toldos de los comercios que ocupan la planta baja de edificios con balcones, de los que se escapan olores que reconozco.
¡Bagna cauda! Esa especie de sopa cremosa que hacía mi abuela, con mil verduras y anchoas en conserva -recordé.
En la esquina se encuentra una vinería, de la que sale música de acordeón tocando una polkita con aire de fiesta, coreada por los presentes… llego a entender algo, habla del amor a distintas edades, los quince años, los dieciséis y así sucesivamente.También entiendo algo referido a la polenta…amor y comida, lo más importante para los italianos.
De allí me traslado en mi imaginación al puente sobre el río Tamaro. Puedo escuchar el rugido del río pasando bajo los grandes arcos del puente.
Sigo pasando postales hasta encontrar algunas de Molare, el pueblo de mis antepasados.
Paseo por sus calles y me detengo frente al Castillo Gaioli Boidi. Dos mujeres con atuendo de campesina, parlotean alegremente a pocos pasos de mí. Un niño corretea por los alrededores y un hombre de gorra negra lía un cigarro, sentado a la sombra de un árbol.
Sigo por sus calles de tierra y alcanzo a ver el Santuario de la Virgen de las Rocas, de fachada encalada y construcción sencilla.
Alejándome del caserío, aprecio una panorámica del pueblo extendiéndose por la falda de la colina, le tiro un beso.
Me adelanto unas postales y encuentro algunas de la campiña, con los Alpes nevados en el horizonte extendiendo su blanco manto protector.
Entre las piedras crecen variedad de flores, pequeñas y humildes, pero que visten la montaña de alegría en la primavera. No podían apreciarse los colores en las viejas postales, entonces las busqué en un libro, tenía que ver la montaña resplandeciendo con sus colores.
Mamá debía sentir que esas postales la acercaban a sus padres y hermanos mayores, que nacieron en el Piamonte. Cerré el libro entrañable, pronto viajaría nuevamente a través de sus postales.