Johnny caminaba de prisa por la acera, esquivaba a las personas que se topaba en su camino. No iba a ningún lugar en particular, simplemente quería alejarse para controlar el enojo y la furia. Estaba a punto de ser adulto y su madre seguía tratándolo como si no hubiera crecido. Eso ocasionaba que los otros con quienes compartía el patio se burlaran de él.
Cruzó calles y callejones, las avenidas, se alejó rápido de la colonia. Dejó atrás el supermercado y los baldíos que servían como campos de futbol. Esquivó buzones, personas, autos, postes. Dejó atrás todo obstáculo que se le interpusiera. Todo era gris, empezó a caminar por calles que desconocía, nunca se había alejado tanto. Sintió el impulso de volver, deshacer el camino y volver a la seguridad de lo ya conocido. Se acordó de los gritos de su madre y la risa de los demás y volvió a sentir la furia, caminó aun más de prisa.
Las calles ahora eran de tierra, las casas más pobres y rodeadas de miseria. Los cada vez más ocasionales transeúntes lo miraban amenazantes cada vez que se cruzaban. Incluso hubo quien le arrojo piedras y palos. El miedo lo hizo correr, algunos callejeros que lo vieron le comenzaron a seguir y le gritaban que regresara de donde vino, que aquel no era su territorio.
Corrió lo más rápido que pudo, en este punto ya no se acordaba de su madre ni de la furia. El miedo, el instinto de supervivencia lo obligaba a alejarse sin importar el rumbo. Pronto desaparecieron las casas, las personas, los gritos. Ahora estaba en la orilla de la ciudad, justo donde comenzaban los basureros, había una quietud que lo ayudo a tranquilizarse, y un olor no del todo desagradable. Vio un par de carroñeros hurgando en la basura, a las ratas chillarle desde los huecos. Un poco más lejos los pepenadores buscaban chatarra removiendo la porquería.
El calor, el camino andado, la prisa, el miedo; todo, había secado su garganta. Sentía una sed terrible, la lengua rosácea colgaba por un lado de su boca, respiraba con dificultad. Y el cansancio se apoderaba de su cuerpo. Quiso descansar un rato. Buscar una sombra, comer, dormir.
Siguió caminando hacia el lado opuesto a donde estaban los pepenadores, se alejó más de la ciudad y los montones de basura fueron siendo menos. Caminó por un arroyo seco hasta donde se miraban unos arbustos bajos. Pensó descansar un momento bajo la sombra que proyectaban. Sólo unos minutos que le devolvieran un poco de fuerzas para regresar. Se quedó dormido.
Lo despertaron unos sollozos, creyó que se trataba de un sueño y en un principio no les hizo mucho caso. Quiso seguir durmiendo, los sollozos continuaron. Se levantó y con precaución se acercó al lugar de donde provenían. En un recodo del arroyo, tras un sillón viejo y la basura desechada de alguna fiesta, estaba un hombre con una niña, la niña estaba sucia, llorando y desnuda. El hombre tenía el pantalón a las rodillas, también estaba sucio y le gritaba que se callara.
Se quedó observando -con tranquilidad, sin emoción- cómo aquel hombre abusaba de esa niña. Los sollozos se volvieron gritos, el tipo se desesperó y la golpeó con el puño tres veces en el rostro. La niña se desmayó, eso parecía. El tipo sació sus bajos instintos. Levantó su mano cerrada en un puño, algo brillante colgaba de ella. El sol se reflejó en la punta. Dio la impresión de que el tiempo se detenía. La mano bajó y subió una, dos, tres… nueve veces. Y cada vez que subía y bajaba algo salpicaba el rostro de aquel hombre. La niña se quedó inmóvil, se habían ido para siempre los sollozos y los gritos, dejó de respirar. El hombre acomodó su pantalón, con una blusa azul que había quitado a la niña, se limpio su rostro. Miró en derredor como lo hacen todos los culpables. Se sintió seguro, nadie lo observaba, se alejó de ahí tranquilo, fumando un cigarrillo.
Johnny se acercó al cuerpo de la niña, se le quedó viendo un largo rato, algunas moscas volaban sobre ella, algo liquido y espeso cubría su pecho. Era sangre, su nariz estaba llena de su olor, avanzó un poco más y la probó con su lengua. Estaba aun tibia, tenía un sabor metálico y dulce. Le gustó. Probó una vez más. Se sintió contento, ahora podía volver con su madre y decirle que ya era grande. Había probado la sangre y los otros no podrían burlarse más.
El cansancio desapareció, corrió con todas sus fuerzas, quería llegar lo antes posible a su patio y contarles a todos. El olor de la sangre era fuerte y penetrante, su nariz se quedó impregnada. La felicidad se adivinaba en sus ojos. Todo seguía siendo gris, pero de un gris diferente. Johnny meneaba la cola y ladraba de gusto.