Al principio, con todo el trajín del despegue, uno no está atento a los pequeños detalles. El ruido ensordecedor, la vibración feroz de la cápsula, que parece va a desarmarse tornillo a tornillo hasta quedar hecha jirones de metal, las constantes comunicaciones por radio, que crispadas e irregulares, son al cabo el hilo conductor que me une, como un siniestro hilo invisible, con la base de operaciones, allá en la Tierra.
Pero pasados unos largos instantes de sofocante calor y pánico cerval, por qué no admitirlo, llega al fin la paz, la serenidad que me proporciona la visión del espacio sideral y su amplia negrura infinita.
Es entonces cuando miro, casi de refilón, por el estrecho ventanuco acristalado, el único que tiene la nave. Y veo la más maravillosa de las visiones, el más hermoso de los espectáculos que aún hoy, está al alcance de muy pocos humanos.
Allí abajo, la Tierra, una esfera cada vez más imperceptible, cuyo color predominante es el azul y que se muestra apuntillada aquí y allá por pequeños grupos de luces juguetonas y bulliciosas, y que me dan una idea arbitraria de las gentes, los países y los continentes según sea su intensidad.
Expelo el aire con un sentimiento afectado de melancolía y me deleito en su imagen, trato de atesorarla para siempre en mi memoria, pues será la última vez que la observe.
Nada me retiene ya en Ella. Por grande que sea, por bella y única que se muestre, ya nunca más será mi hogar.
Parto en misión de no retorno hacia Marte, al igual que los antiguos conquistadores embarcaron en sombrías armadas hacia nuevos destinos. Al igual que yo, dejaron tras de sí todo cuanto conocían, trocando aquella sensación de desazón por una renovada esperanza en un mundo nuevo, superior, y si cabe, más humano.
Una vez que gire la cabeza y abandone la visión mohína del planeta, solo me restará iniciar un nuevo lance a favor de la aventura y la necesidad de un nuevo comienzo, quizá, de la mano de la fortuna, más próspero para los que sigan mi estela.