EL ESCAPULARIO
(cuentos brújicos para mi marciano)
-Tiene que estar en algún lado, cajones traga todo-, refunfuñaba elevando cosas, una tras otra amontonándose según la rabia que volvía o se iba entre pensamientos dispersos, la cómoda tenía cuatro cajones enormes y dos pequeños, una caja de madera curada, casi sin brillo porque el tiempo también se traga el barniz.
Revolvía el cuarto, revolvía su falda y sus manos, esta tarde el mundo tenía una contra en su puerta, había desaparecido su protección.
Seguro se había sacado la ropa con todo y se fue en el agua, mala costumbre suya de sacarse la falda con las medias y el calzón, la blusa con la combinación y el sostén, todo un atavío que entraba de una pieza a la vez, podía resumir su tiempo en dos pasos.
Esa mañana se fue a la lavandería junto al rio, recordaba contándose los acontecimientos y lugares en los dedos de la mano, recordó a las demás lavanderas, las que se reían de los chismes y vericuetos de sus patrones, de las con suerte, las que encontraban billetes en los bolsillos de los patrones, mañas adquiridas con el tiempo; más bien, muchas de ellas revisaban los bolsillos delante de sus dueños, pero el trajín y el hambre, hace nacer al hombre experiencia, en este caso a las lavanderas del rio y la manera de acomodar cualquier cosa en pequeños orificios improvisados por ellas en las costuras sin dañar la forma original de la prenda y sin dejar a notar la boca.
Únicamente se puso en la siguiente piedra y empezó su trabajo, apenas 20 sucres la docena de prendas, a 5 el juego de sábanas, a 10 las cobijas, el problema no era llevar las maletas en la espalda cuando estaban secas, aparte del mal olor que con el tiempo ya se había hecho soportable, era el regreso con la espalda partida y mojada por el peso del agua embebida.
Esa tarde no fue como todas las putas tardes de su vida desde que tuvo razón, al igual que su madre, la sosa de los jabones le irían tornando las manos como de jaguar, llena de pecas, como de armadillo, rasposas y resecas, pero su juventud su belleza de niña frágil seguían intactas, aun cuando la espalda se le estaba encorvando.
La ropa mojada se tendía en la casa de sus dueños, iba entregando las piezas a sus clientes, un trabajo que empezaba a las cinco de la mañana, con suerte terminaba planchando todo, si el clima ayudaba.
No, no era una mujer triste ni parca, solo tenía su seriedad marcada en la piel curtidita por los solazos que le pegaban de frente, pero este día venia con mucha ropa y seguro tendría que bajar al rio hasta altas horas de la noche.
No había cobardía en su espíritu, pero a quien no le daría espanto escuchar esos chillidos infernales que no mentían cuando la muerte venia a recoger almas, esos miedos terribles navegando en el rio, almas y almas dirigiéndose al mar, como no reconocerlos si se llevaron a su madre mientras lavaba aquella noche de noviembre.
Le dejaría apenas un pequeño escapulario, que no tenía ya imágenes, que no sabría decir si tenía a Dios mismo partido en dos; para la espalda, para el pecho, algún dios de lana cruda de borrego, pero servía para apretar cuando el corazón quería salírsele por la boca.
Y regresó a casa a desordenar su pobreza, el escapulario se le fue arrebatado en las mismas aguas que le servían para su trabajo.
Esa noche partió sin nada, ni cargas de ropa ajena, ni escapulario de dios de lanas de borrego, esa noche Francisca desapareció en las aguas.
Eso comentaban las viejas lavanderas, pero quiero creer que ella se fue a trabajar a alguna hacienda donde hay lavanderías adentro, porque esta noche, a mí, esta noche me toca bajar al rio.