Era temprano en una tarde de sol espléndida, cuando la primavera casi se funde con el comienzo verano, con bastante calor, pero también con esas brisas frescas por la noche o cuando uno se hallaba a la sombra. Por supuesto que casi todo el pueblo se hallaba durmiendo la siesta y la plaza estaba casi desierta. Concurrida a esa hora sólo por las infaltables palomas y gorriones, las chicharras escondidas que bienvenían con su canto la época estival y nuestra parejita de enamorados pueblerinos, para quienes la fuerza del amor era todavía más fuerte que el sagrado rito de acostarse a descansar después del mediodía.
Se hallaban ocupando un banco muy codiciado en cualquier otro momento del día. El que estaba debajo del viejo y frondoso ombú, casi frente a la entrada principal de la iglesia, que a esa hora, también estaba cerrada.
Se miraban a los ojos largo tiempo sin decir palabra. Sólo absorvían sus imágenes, quizás para dejarlas grabadas a fuego eternamente en los recuerdos de sus mentes juveniles. Se estudiaban, se acariciaban tiernamente y, de vez en cuando, se besaban brevemente en los labios, las mejillas y los párpados.
Un viejo carro cargado de verduras y frutas, tirado por un petizo holgazán que se sabía el camino de memoria, interrumpió momentáneamente con su traqueteo la quietud y el silencio casi ideal.
Juan José tomó entre las palmas de sus incipientes manos varoniles las mejillas de Soledad, la besó muy tiernamente en la frente y le susurró mirándola fijamente a los ojos:
- Te quiero.
- Yo también te quiero – Ella le respondió bajando apenas la vista, sonrojada.
- Y dígame ¿De quién es esa Solita? – Le preguntó él frotando su nariz contra la de ella.
- Tuya.
-¿Toda?
- Sí ...– Otra vez el sonrojo, pero esta vez más pronunciado – Toda.
- ¿Y con quién se va a casar esa Solita?
- Con vos.
- ¿Pronto?
- Sí, pronto.
- ¡Ayyy! Te quiero mucho.
- Yo también.
- Si, pero yo te quiero un poquititito más.
- No, yo te quiero una pizquita más.
- No, no. Yo te quiero un granito de arena más.
- No, no, no. Yo te quiero un cachitito más.
- Vamos, no discuta con su Juanchito, ¿Eh? – El la quiere más.
- A ver que no. La Solita lo quiere más, de verdad.
- No señorita. Acá mi corazón me dice que mi amor es insuperable.
- Pués dígale a su corazón que deje de decirle pavadas. El amor de una mujer es insuperable. Como mujer y como madre.
- ¡Ah! Y por qué no se lo dice a su madre entonces que bastante poca bola le dá, ¿Eh?
- Juanchito, con mi madre no se meta que yo ni he nombrado a la vieja metiche de la suya, ¿Sí?
- Puede que no la haya nombrado, pero me basta ver como siempre la mira a la pobre de mamá.
- ¿Pobre? Esa vieja arpía no ha dejado de criticarme desde el día que me la presentaste.
- ¿Y por qué será que critica, digo? Quizás porque la señorita no tiene ni idea de los quehaceres de la casa. ¿O porque la pollerita es demasiado alta y el escote muy bajo?
- ¿Queeé? Como que no me dijiste mil veces que te gustaba mucho que me vistiera así...
- Sí, para mí. Pero no para andar pavoneándose por todo el pueblo como una cualquiera.
- Vos si que no tenés verguenza, zopenco. Ya debería haberle hecho caso yo a mi madre cuando me dijo que no valías nada y que a tu lado mi vida iba a ser miserable. Y más si heredabas la debilidad por el chupi de tu padre...
- ¡Ah! Mirá vos quien habla de ejemplos de padre. Cuando todo el mundo sabe que el tuyo se voltea a cuanta loca se le cruza en el camino. De ahí que siempre se agarra esas pestes...
- ¡Mirá! Dejá de hablar idioteces, ¿Querés? O es que ya empezaste a tomar desde temprano, como me advirtió mami.
- No. Tal vez se me estén abriendo los ojos y la entendedera de golpe para ver la metida de pata que estaba por hacer casándome con vos, chiruza. Ya me lo decía mi vieja...
- Ma, andáte a freir papas, idiota con devoción – Gritó ella levantándose enojada y empezando a alejarse del lugar.
- Mejor vos andáte a conseguir un cliente con esa ropa, casquibana no asumida – Le replicó él, parándose indignado, rojo como un tomate.
Y cuando ella ya casi llegaba a la esquina, le gritó con toda la fuerza de sus pulmones, terminando de quebrar la paz de la hora:
- Y para que te entre bien en la cabeza. ¡Yo te quiero más...! ¿¿¡¡Escuchaste...!!??