Aprovechó el estruendo del gol de Messi para disparar el arma en aquel bar tan concurrido. Aunque apenas penetró más allá de la puerta, se aseguró que nadie lo observara con demasiada atención. Al fondo, en una esquina, casi colgada del techo lucían los colores de una televisón de plasma y dentro de ella, pequeños jugadores de fútbol evolucionaban repitiendo lo que instantes antes era motivo de euforia para unos y de catástrofe para otros. Un gol, parece que importante.
Los gritos y los saltos de los parroquianos aún no habían cesado del todo. Unos a otros se felicitaban, pero un corrillo apartado en un rincón fruncía el gesto y guardaba silencio, a la espera de un cambio de fortuna.
El fútbol al fin y al cabo es un toma y daca, un juego primitivo para gente primitiva. Por eso algunas pasiones son irrefrenables al calor del odio y la vergüenza.
Decidió no esperar y salió apresuradamente del bar, sin ni siquiera molestarse en comprobar cuan certero había sido con su disparo. El resultado final de aquel trabajo no lo basó en la confianza del ejercicio de su oficio, sino en el azar, como en el fútbol.